Con una tarjeta o un simple botón, los venezolanos hemos elegido a grandes ciudadanos y también hemos cometido errores garrafales. La mayoría vota a ciegas, no sufraga con la razón y el análisis necesario que requiere elegir –en sus diferentes niveles– a quien o quienes regirán el futuro de la nación. Por el contrario, prevalecen sensaciones como el llamado “carisma”, emociones y ansiedades.
Una democracia verdadera e integral jamás desconoce el valor de las elecciones como expresión natural de la voluntad popular, pero considerarlas como el medicamento último para vencer a una dictadura tiránica resulta muy ingenuo y demasiado tonto.
El voto es serio y responsable; un derecho democrático tanto como un deber. Así lo indicaba la tradición de la fuerte, estable y gran democracia venezolana, ejemplo del mundo durante medio siglo. Fue la siniestra revolución impulsada por Hugo Chávez, carismático, vehemente, nada o muy poco racional, la que eliminó el concepto del deber de sufragar para los ciudadanos que alardeaban de su democracia, y dejó solo el derecho de hacerlo; es decir, con la Constitución del 1999 no votan quienes deben sino aquellos a los cuales les apetezca. Una cosa es el deber hacer y otra el querer o no querer.
Nociva, perversa costumbre populista, tendencia política nefasta que pretende con regalías, limosnas y bagatelas atraerse a las clases populares, necesitadas, excluidas, hacer creer que se complace al pueblo, manipular sentimientos que no tienen deberes ni compromisos sino el derecho de esperarlo todo del líder y del Estado. Es lo que aspiran y quieren los caudillos, como ya lo hicieron décadas atrás el fascista Benito Mussolini, que ofreció a los italianos transformar Italia en un nuevo imperio romano; el criminal Adolf Hitler, quien garantizó a los alemanes convertirlos en dueños del mundo asegurándoles que eran una raza superior, y el sinvergüenza comunista Fidel Castro, quien discurseó embustes a los cubanos que tenían una misión de impacto mundial, hacer la revolución popular para que todos fueran felices.
Cínicos que mintieron con desvergüenza impúdica, como han seguido haciéndolo Maduro y quienes le acompañan. Prometen convertir a Venezuela en una potencia, mientras realizan injusticias, todos los errores posibles y aplican como si fueran dogmas tesis comprobadamente equivocadas de la historia. Es el comunismo socialista, vergüenza, degradación, calamidad y desdicha para la humanidad. Y lo único que tienen que hacer los venezolanos para ganar el falso cielo socialista, según esa plataforma de mentiras y torpezas, es acudir a votar por ellos cuando lo requieran.
Lamentablemente, es también lo que proclaman muchos políticos devenidos en politiqueros que en vez de salir a las calles a enseñar y dar ejemplo se limitan a ofrecer, una y otra vez, entre derrotas y ocultamientos, una democracia feliz, democrática y justa en épocas electorales para que vayan a votar. Pero hasta ahora las fábulas castrochavistas han sido atractivas y la estafa más efectiva.
Es hora de decir verdades, dejar de lado la comodidad de los discursos, glorias pequeñas frente a cámaras y micrófonos. Es momento para dejar claro que la democracia es una conquista personal, no solo una remota abstracción. Votar es un deber con el país y la familia. La libertad no es gratis ni se recibe, se conquista y conserva con esfuerzo, coraje, constancia, coherencia, voluntad y permanente disposición al sacrificio.
La democracia es dignidad de cada ciudadano, suma de derechos sustentados en deberes, un compromiso día tras día. Por eso no puede ser transigente ni acomodaticia. No debe aceptarse como un premio caído del cielo, como la simple buena suerte de un ganador de sorteo, porque no es una lotería que puede nos toque: es un deber de cada persona a través del cual se constituye un pueblo, una nación, y se construye debidamente un país.
Los caudillos y la desgracia populista solo disfrutan con el apoyo emocional e iluso de los ciudadanos ingenuos, los jefes se hacen ricos cuidados por escoltas, autos y paredes blindadas, mienten para cobrar al máximo con manos ensangrentadas y envilecidas. La democracia es la única vía a la grandeza nacional, siempre y cuando sea una voluntad expresa y un deber que no transige con falsedades ni limosnas, carnetizadas o no.
El acto de sufragar no es un pacto innoble y rastrero; es para elegir a los mejores preparados, debiendo ser inequívocamente transparente, reconocido sin ambigüedades o duda, y para que sean creíbles, pulcros, hace falta institucionalidad y garantías que aseguren condiciones de imparcialidad, justicia y equidad. Una elección en la situación actual en Venezuela se convertiría en una parodia de lo que debería ser un proceso electoral libre. Sainete electorero que terminaría en realidad en otra representación fraudulenta que finalizaría favoreciendo al régimen comunista y a sus aliados socialistas.
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