El título es el mismo de una novela publicada muy recientemente, febrero de 2019, por Editorial Punto y escrita por la profesora Carmen García Guadilla. La autora nació en Palencia, Castilla la Vieja, España, y desde los 12 años vive en Venezuela. Se graduó de psicóloga en la Universidad Central de Venezuela, donde ha realizado toda su carrera docente y, sobre todo, de investigación orientada principalmente al estudio comparado de las universidades en el mundo. Obtuvo título de magister en Stanford University, Estados Unidos, y de doctorado en la Universté René Descartes, en Francia.
Sobre el tema universitario tiene publicados ocho libros, y es consultora internacional sobre Educación Superior, donde ocupa un lugar eminente. Fue la coordinadora regional del estudio Pensamiento Universitario Latinoamericano, de Unesco.
Esta novela es su ópera prima en este campo de las letras. ¿Cómo llegó una investigadora y ensayista que no se sentía escritora a escribir una novela? La clave la da la propia García Guadilla al final del libro. El lector encontrará allí una “Nota de la autora”, que se inicia así. “Nací en una casa donde mi abuela paterna me decía frecuentemente: ‘en esta misma calle, al final, se hallaba la primera universidad de España”. Era la Universidad de Palencia, fundada en 1212, seis años antes que la famosa Universidad de Salamanca, fundada en el año 1218 por el rey Alfonso IX de León. Se calcula que aquella universidad se extinguió alrededor de 1265, por lo que apenas duró 53 años. ¿Por qué? No lo sabemos.
Continúa la autora en su Nota: “Después de escribir varios libros académicos sobre estas instituciones, me interesé por conocer y escribir cómo había sido la universidad a la que mi abuela se había referido. Escogí la opción de utilizar la obra de los historiadores para escribir la presente novela histórica”. Y a fe mía que logró su objetivo: despertar y estimular el interés por este género de obras, donde se cuenta cómo fueron las primeras universidades, y el gran papel que han jugado en la creación y desarrollo de conocimiento. Como se sabe (no todos, hoy en día, en Venezuela), la universidad cumple una función transecular que, a través del presente, va del pasado hacia el futuro; tiene una misión transnacional que ha conservado, pese a ciertas cerrazones nacionalistas de algunos países; en fin, la universidad dispone de una autonomía que le permite llevar a cabo estas misiones.
La trama de la novela narra la historia, conflictos, búsquedas, acciones y pasiones de un joven estudiante alemán, venido de Würzburg, que pertenece (de mayor a menor) al estado Bayern, al condado Unterfranken y al distrito Würzburg. Su nombre no es Törless, como el atribulado estudiante de Robert Musil, asombrado porque su profesor de matemáticas dio una clase sobre números imaginarios. Su nombre es complejo: Jürgen-Rilke Sloterdijk, que evoca a tres grandes figuras de la literatura: Ernst Jünger, Rainer-Maria Rilke y Peter Sloterdijk, filósofo. ¿Casualidad? No sé, no lo creo.
Es hora de afirmar que El silencio de los abedules es una muy buena novela histórica que, por lo tanto, no se inscribe en ninguna de las tres tendencias estéticas que señala Jesús Suárez en su excelente trabajo titulado “Caminos de la novela venezolana actual” (octubre, 2014, en el blog undiasea.blogspot.com), que son: la esteticista, la realista y la excéntrica. Hay, sin embargo, un elemento común de gran significación, y Suárez lo remarca con claridad. Escribe: “Otro elemento que aportó una buena dosis de vitalidad a la ficción venezolana contemporánea fue la aparición –o consolidación en otros casos– de un importante grupo de narradoras. Ya en la última década del siglo pasado se podía constatar que algunos de los más importantes títulos novelísticos o cuentísticos estaban firmados por mujeres”. ¡Enhorabuena!
Esta novela histórica que, aparte de las magníficas El exilio del Tiempo, de Ana Teresa Torres (Monte Ávila Editores, 1990), Entre amargo y dulzón, de la tempranamente fallecida Michelle Ascencio (Editorial Alfa, 2002, y El pasajero de Truman, de Francisco Suniaga (Mondadori, 2008), aparece en estos días difíciles para la cultura, se desarrolla en el siglo XIII español, tiempo de catedrales, de traducción de libros olvidados, de trovadores y juglares. En este lapso del fin del medioevo e implantación indetenible del Renacimiento nacen las primeras universidades (excepto la de Boloña que se fundó en el siglo XI), en las que estudiantes de distintos reinos europeos se comunicaban en una misma lengua, el latín. También fue esta una época turbulenta, marcada a hierro por las cruzadas, templarios, cátaros, inquisiciones, guerras sangrientas y caminos peligrosos.
En ese ambiente tiene lugar –se lee en la contraportada– la conmovedora historia de Jünger, apasionado por el conocimiento quien, en medio del palpitante siglo que le tocó vivir, asiste a dos de las primeras universidades europeas, la de París y la de la castellana ciudad de Palencia. Al mismo tiempo, Jünger se ve involucrado en insospechados sucesos, amores truncados y andanzas temerarias. Un destino inesperado le enseñó lo subjetivo de la brevedad de la vida.
Un rasgo importante de la novela es la coexistencia de personajes históricos, reales, con personajes de ficción. En este sentido, cabe apuntar que mucho más que la libre recreación de un personaje real que ha dejado su huella en la historia –como Gonzalo de Berceo (1190-1264), considerado el máximo representante de Mester de Clerecía–, la invención de un personaje “histórico ficticio”, como el del estudiante Jünger, era mejor prescindir de datos y comprobantes. En el primer caso, el novelista, para tratar de representar el personaje en toda su amplitud, deberá estudiar con minucia los documentos históricos existentes sobre su personaje. En el segundo caso, el de Jünger, para dar a su personaje ficticio esa realidad histórica, condicionada por el tiempo y lugar, y a falta de lo cual “la novela histórica” no es más que un baile de máscaras, bien logrado o no, el novelista solo puede contar con los hechos y fechas de la vida pasada; es decir, de la misma historia. Este dilema lo vio con nitidez la novelista y lo resolvió bien, a mi juicio.
García Guadilla exhibe un buen manejo del lenguaje y de la lengua, crea imágenes hermosas y el enlace temporal entre los personajes, su circunstancia y la época, no deja nada que desear. Aunque no es su propósito, hay una crítica subyacente en el arte de la obra. Como escribía Thomas Mann: “Un arte que se sirve del lenguaje como instrumento producirá siempre creaciones extremadamente críticas, pues la lengua es en sí misma una crítica de la vida: la nombra, la toca, la designa y la juzga, en la medida en que le otorga vida”.
Uno, que ha sido estudiante universitario, se siente ligado a la vida y destino de Jünger, su condiscípulo, su cómplice de pasiones, incertidumbres, temores y búsqueda del conocimiento. Como lector consecuente recomiendo leer esta novela, que acerca al lector a un período relevante de la Edad Media baja, en la que las universidades rivalizaban con la hegemonía que habían tenido los monasterios como principales depositarios del saber. Esto puede verse en los escritos del filósofo de Aquino, y en Literatura Europea y Edad Media Latina (F. C. E., México, 1976, II vols.), del gran filólogo y romanista alemán Ernst Robert Curtius (1886-1956). En el segundo volumen, Curtius analiza los recursos estilísticos trasmitidos por la antigüedad pagana o cristiana y remodelados por los poetas latinos de la Edad Media; culmina en pasajes de Dante para hacernos ver cómo casi toda la prodigiosa obra de Dante y una parte esencial de la literatura española del Siglo de Oro son incomprensibles si se olvida la literatura medieval.
Robert Musil (Klagenfurt, 1880-Ginebra, 1942) fue un escritor austriaco que en 1906 publicó la novela Las tribulaciones del estudiante Törless, en la que describe sus experiencias en la academia militar donde estudió interno durante su infancia. Törless es una lectura excelente para introducirse en las complejidades del inconsciente freudiano (instancia que ya habían descubierto los griegos y a la que denominaron hybris) y el duro proceso de formación de la personalidad. No es un texto para niños, sino una aproximación brillante al problema del mal, los orígenes bestiales del fascismo y el abismo profundo de la sexualidad
Robert Musil: Las tribulaciones del estudiante Törless, pp. 62-63
Había reflexionado especialmente sobre las matemáticas, pues todavía recordaba sus pensamientos sobre el infinito.
Y la idea le había surgido, como una cosa ardiente en la cabeza, a mitad de la clase. En cuanto esta hubo terminado, se sentó junto a Beineberg, pues era el único con el que podía discutir sobre el tema.
—Oye, ¿has entendido lo que acabamos de ver?
—¿Qué?
—El asunto con los números imaginarios.
—Sí, no es tan difícil. Solo hay que tener en cuenta que la raíz cuadrada de menos uno es la unidad de cálculo.
—De eso se trata, precisamente, pues eso no existe. Todo número, sea positivo o negativo, si se le eleva al cuadrado, da un resultado positivo. Por eso no puede existir ningún número verdadero que sea la raíz cuadrada de algo negativo.
—Correcto. Pero, ¿por qué no se habría de intentar sacar también la raíz cuadrada en números negativos? Por supuesto que el resultado nunca tendrá un valor real y por eso se le llama imaginario. Es como si dijéramos: aquí siempre se sentaba alguien, pongámosle entonces hoy una silla también; e incluso si esa persona hubiera muerto, seguiríamos pretendiendo que iba a llegar.
—Pero, ¿cómo puede hacerse eso si se sabe con toda certeza, certeza matemática, que eso es imposible?
—Pues pretendiendo precisamente que no lo es. Algún éxito se alcanzará con ello. Finalmente, ¿en qué son diferentes los números irracionales? Una división que nunca termina, un quebrado cuyo valor nunca y nunca y nunca se obtiene, sin importar cuánto tiempo calcules. Y, ¿qué opinas de las líneas paralelas, que supuestamente se encuentran en el infinito? Creo que, si fuéramos excesivamente escrupulosos, no existirían las matemáticas.
—En eso tienes razón. Si se lo imagina uno de esa manera, resulta bastante extraño. Pero lo notable es que, a pesar de todo, se puedan hacer cálculos reales con esos números imaginarios, o llanamente imposibles, y al final obtener un resultado real.
—Bueno, es que los factores imaginarios deben compensarse mutuamente con ese propósito durante el transcurso del cálculo.
—Sí, sí, todo lo que dices lo sé también. Pero, ¿no ves que de todas formas la cosa tiene algo muy raro? ¿Cómo expresarlo? Piensa en esto: en un cálculo de ese tipo, al principio tenemos números totalmente concretos, que pueden representar metros o alguna unidad de peso o cualquier otra cosa tangible y que, por lo menos, son números verdaderos. Al final del cálculo tenemos también esos mismos números verdaderos. Pero ambos extremos se ven enlazados por algo que no existe. ¿No es como un puente del que solo existieran los pilares del principio y del final y que, no obstante, atravesáramos tan seguros como si existiera todo el resto? A mí este tipo de cálculo me da vértigo, como si una parte del camino se hubiera quedado Dios sabe dónde. Pero lo que me parece verdaderamente misterioso es la fuerza que se esconde en tal cálculo y que lo sostiene a uno de manera que pueda aterrizar sano y salvo.
Beineberg sonrió irónicamente.
—Hablas casi como nuestro cura: «Ves una manzana…, pues son las vibraciones de la luz que el ojo, etcétera… Y extiendes la mano para coger algo, ya que son los músculos y los nervios que ponen en movimiento a aquellos. Pero entre ambas cosas hay algo más, y es el alma inmortal, que una vez pecó… Sí, sí, ninguna operación puede explicarse sin el alma que actúa sobre ustedes como sobre el teclado de un piano…».
Y Beineberg imitó el tono de voz con que el cura solía formular esa vieja comparación.
—Por lo demás, me interesan muy poco todas estas cosas.
—Yo pensaba que precisamente a ti tendría que interesarte. Yo, por lo menos, pensé de inmediato en ti, porque esto, si de veras es tan inexplicable, casi sería una confirmación de tus creencias.
—¿Por qué no habría de ser inexplicable? Me parece muy posible que aquí los inventores de las matemáticas se hayan tropezado con sus propios pies. Pues, ¿por qué razón aquello que está más allá de nuestra inteligencia no habría de permitirse una broma a costa de esa misma inteligencia? Pero yo no me ocupo de esas cosas, pues no conducen a nada.
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