El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas se acaba de expresar con angustia sobre el futuro del proceso de pacificación colombiano. No es poca cosa lo encomendado a Christoph Heusgen, presidente de la máxima autoridad en materia de seguridad de las Naciones Unidas. La formal carta colgada en la página web de la organización contiene un estado de situación del proceso de paz de Colombia que se inició en 2017 con la firma del Acuerdo de Paz de La Habana, rubricado por Juan Manuel Santos y la cúpula de la organización guerrillera FARC.
El recuento contenido en el documento toma en consideración los obstáculos que pueden arriesgar su instrumentación y dos, entre todos, son particularmente dicientes.
El primero tiene que ver con el régimen transicional de justicia para la paz, cuestionado en aspectos formales por el gobierno de Iván Duque. El mandatario no recibió hace pocas semanas el aval que esperaba del Congreso para sus múltiples objeciones a la JEP, todas ellas de carácter legal-constitucional y, por lo tanto, difíciles de entender para el ciudadano común. El agresivo pulso que hubo entre las fuerzas partidistas que representan a los colombianos lo que denota es una fractura importante del electorado frente al elemento más relevante del acuerdo que es el modelo de justicia que ha de aplicarse durante la desmovilización guerrillera y la vuelta del país a la paz. Porque las objeciones existentes no son legales ni formales sino de carácter político y porque, además, el mayor elemento de desacuerdo en el país es la severidad del trato penal a los criminales guerrilleros que la mitad de la población lo considera laxo, débil o injusto.
Otro de los elementos de preocupación del Consejo de Seguridad está muy en línea con el anterior y tiene que ver con los asesinatos de ex combatientes de las FARC que se siguen produciendo en la geografía colombiana. En el documento los miembros del consejo piden a los colombianos acelerar los esfuerzos para “asegurar la reincorporación socioeconómica, política y legal de los ex miembros de las FARC, cuando son más de 130 los ex combatientes guerrilleros asesinados desde la firma del acuerdo.
Lo que ocurre, en el fondo, es que la Colombia sufrida, la que tiene historias cercanas que contar sobre la violencia que los castigó durante medio siglo a través de la criminal acción guerrillera, sigue sin convencerse de que hay que hacer un sacrificio en la justicia ordinaria a cambio de los beneficios de la paz. Estos beneficios, para el común de la ciudadanía, son conceptos vagos: verdad y reparación. Y la otra ventaja de la paz pactada, la que sus defensores proclaman a los cuatro vientos, aún sigue sin materializarse. Hablamos del silencio de los fusiles, nada hay más falso que las FARC hayan abrazado la dejación de las armas.
De nada sirve que las Naciones Unidas –una entelequia incomprendida por el grueso de la población– abogue por la “reincorporación socioeconómica, política y legal de los ex miembros de las FARC-EP” y por el fortalecimiento de “las garantías de seguridad a través de medidas preventivas y de protección, con vistas a la participación de todas las partes en las elecciones” de este año. Para el grueso de los colombianos tales compromisos no son sino adefesios imposibles de hacer andar cuando la sangre de las victimas aún está fresca y no se ve la voluntad real de los antisociales de reparar los daños causados ni de regresar sobre sus pasos mediante un desarme real y el abandono del negocio de la droga.
Sea lo que sea, los acuerdos de La Habana y los instrumentos que los materializan deben ser respetados aun cuando un segmento importante de la población civil les tenga ojeriza o los rechace de raíz. La teoría que debe ser aplicada ante el fin de todo conflicto pactado entre partes enfrentadas es esa: es preciso estar dispuesto a ceder frente a los atropellos, a perdonar, a pasar la página ante los desafueros.
Buena parte de la sociedad neogranadina no parece aún estar lista para ello.
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