Se aproxima el fin del año escolar 2018-2019. Para los alumnos es tiempo de exámenes. La evaluación que realmente importa, sin embargo, es la que indaga por el estado de la educación en Venezuela.
Luis Ugalde no ha dudado en decir que “la educación está destrozada en todos los niveles”. El hecho cierto es que tenemos el sistema educativo en ruinas. Hemos dejado de hablar de calidad, de niveles de excelencia, de nuevas tendencias pedagógicas, de la adecuación del sistema educativo a los grandes cambios que se observan en la sociedad. Nos hemos limitado a hablar de lo básico, e incluso allí se siente un daño que viene acumulándose.
La dolorosa realidad, por encima de las estadísticas desvergonzadamente falseadas por el gobierno, se hace visible al tratar de responder preguntas tan simples como cuántos días de clase se han perdido por problemas de luz, agua, transporte, servicios básicos o, más grave todavía, cuántos niños han dejado de asistir a clases por falta de alimentación o por inseguridad. Y luego, cuántos han abandonado los estudios o han tenido que salir del país. La deserción en todos los niveles se ha convertido en una constante. Para medir la calidad de la educación bastaría con preguntarse cuántos han recibido el aprobado sin haber cursado materias básicas por falta de profesores o en cuántos casos estas materias han tenido que ser dictadas por alumnos de años superiores o eventualmente por padres de familia.
Si pensamos en los docentes las preguntas inquieren por su formación, su capacitación, los cursos de mejoramiento recibidos y su nivel de remuneración, tan bajo que han debido recurrir a más de un trabajo para completar a medias las necesidades básicas. Y, también, cuántos dejaron de asistir por atender otras obligaciones o por los mismos problemas de seguridad, servicios, transporte, etc. Muchos se han sumado a la emigración o han dejado la docencia por una actividad mejor remunerada. Paralelamente, la percepción sobre el prestigio de la función docente ha ido cayendo aceleradamente, razón que explica el número cada vez menor de jóvenes que quieren dedicarse a ella. Solo habría que preguntar cuántos estudiantes se graduarán este año en las escuelas de Educación de las universidades, cuántos han desertado de la carrera o se han ido del país.
El cuadro de las universidades no es diferente: reducción de la matrícula, recortes en los presupuestos, amenazas a la autonomía, suspensión de clases, falta de profesores bien preparados. ¿Cuántas carreras nuevas se han creado este año? ¿Cuántas licenciaturas nuevas han sido aprobadas en las universidades privadas?
Frente a este cuadro, nadie podría decir que el Estado ha cumplido con sus obligaciones constitucionales, con el artículo 102, por ejemplo, que consagra la educación como “un derecho humano y un deber social fundamental” o el 103 que establece que el Estado “creará y sostendrá instituciones y servicios suficientemente dotados para asegurar el acceso, permanencia y culminación en el sistema educativo”. Habría que preguntarse también por el 104 que establece respecto de los docentes que el Estado “estimulará su actualización permanente y les garantizará la estabilidad en el ejercicio de la carrera docente, bien sea pública o privada, en un régimen de trabajo y nivel de vida acorde con su elevada misión”. O el 109 que consagra la autonomía universitaria y declara que “las universidades autónomas se darán sus normas de gobierno, funcionamiento y la administración eficiente de su patrimonio”
Puestos a encontrar responsables, mal podría pensarse en las familias, los educadores o los estudiantes. Su preocupación ha chocado con un estado de cosas marcado por el mal gobierno, la desidia y el caos. Está claro que el Estado no ha cumplido con su obligación de crear las condiciones en las que la educación reciba la atención que merece. El fracaso del gobierno ha marcado el fracaso de la educación, pese a los esfuerzos y sacrificios de quienes aspiran o trabajan por una educación mejor.
Al término del año lectivo 2018-2019 la educación venezolana no pasa el examen.
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