I
Una tarde cualquiera van en una camioneta dos muchachos y una muchacha. Están regresando a su sitio de estudios luego de un trabajo de campo. El tránsito está trancado, cola de carros parados en la avenida. Están cerca y se arman de paciencia, porque en Caracas siempre sucede algo. Van desprevenidos, escuchando rap y hablando de tareas.
Se dan cuenta de que cuatro canales de circulación se reducen a dos. Algún cuerpo de seguridad puso conos fosforescentes para restringir el tránsito. Ya están más cerca de la esquina y logran ver camionetas identificadas con el logo del Cicpc, la policía de investigación, la que usualmente llega al sitio de los hechos luego de ocurridos para colectar evidencias y analizarlas, la que entre sus quehaceres asignados no tiene precisamente el de prevención.
Sin embargo, ya ven al personal de la policía científica, con chalecos antibalas identificados con las siglas del organismo. Detienen a cada automóvil, no importa si al volante va un señor, una viejita, un muchacho, una muchacha. Los hacen bajar del vehículo, los hacen abrir el capó y la maleta, les registran los asientos, el piso, por debajo.
Los muchachos ya están cerca y pueden escuchar las quejas de una señora:
— ¿Y por qué yo? ¿Qué hice? ¿Qué buscan?
Uno de los estudiantes entra en pánico. Él estuvo detenido por los sucesos de 2014 y aún siente terror ante agentes de seguridad. No aguanta el miedo.
— ¡Qué va!, me voy a bajar, no me puedo arriesgar a que me agarren de nuevo.
Abre la puerta y sale corriendo en sentido contrario. La muchacha que se queda se asusta: “¿Y si lo vieron salir corriendo? ¿Y si vienen a preguntarnos? ¿Y si nos abren el carro y nos siembran algo?”.
Todos son sospechosos, y en este país no es posible demostrar lo contrario.
II
Una mañana cualquiera. La señora pasea por los pasillos del supermercado buscando qué comprar. En su cabeza le dan vueltas todas las posibles combinaciones de alimentos; piensa en alternativas baratas y sustanciosas, nada complicado, ya la cocina no puede ser un hobbie agradable, es un tormento de frustración. Hay que comer, y hacerlo bien.
Al final, lleva lo poco que puede comprar en el carrito. Hace la cola en la caja. Cuando le toca su turno, paga una millonada con su tarjeta de débito y se dirige con sus tres bolsitas a la salida del supermercado. No es por nada, no es que sea pesado, pero tiene que llevar la factura en la mano y, además, ingeniárselas para abrir el cierre del bolso. Los empleados tienen que constatar que ella pagó la millonada por las tres cositas y que, de paso, no se llevó nada en la cartera.
Sospecha de culpabilidad. Por uno pagamos todos. La honestidad no está a la vuelta de la esquina. Piensa mal y acertarás. Si es un país gobernado por malandros, todos son malandros. Robar por hambre es bueno, profesaba el que no debe ser nombrado.
La señora se resigna, pero tiene miedo de acostumbrarse a que está siempre bajo sospecha.
III
¿A quién le sorprende que llegue el Sebin a un hospital y se lleve a un médico y a un trabajador por hacer su trabajo?
¿A quién le suena raro que falle la señal que administra el gobierno pero el Sebin se lleve a la empresa privada que la usa para prestar un servicio bancario?
Nunca se ha visto más comprobado el dicho de que cada ladrón juzga por su condición. La moral revolucionaria maduchavista diosdadista. Como no tienen escrúpulos para apoderarse de lo ajeno, para quitar vidas, para acabar con esperanzas, para infundir miedo, lo más probable es que todos seamos iguales.
No, no me agarro cosas que no son mías. Ni siquiera me como un cambur que no he pagado antes. No abro los paquetes de galletas en el supermercado ni llevo dólares ni droga en el carro.
Si oponerme a esta cuerda de malandros es delito, que venga el Sebin. Pero no me inventen culpas que no tengo. Y eso hay que recalcarlo, los presos políticos son opositores, todos, sin importar filiaciones políticas.
Las dictaduras son expertas en fabricar expedientes. Lo malo es que la sospecha infunde miedo, y yo no quiero vivir con miedo.
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