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La semana pasada la acusación de la fiscal contra el TSJ, el “linchamiento” (Maduro) planetario consecuente y la inconcebible jugarreta presidencial, con cartas marcadas, para acabar en horas un tremebundo conflicto de poderes, aplastando el delictivo poderío de uno de ellos y la firme respuesta opositora a esa farsa constitucional; todo eso me agarró después de entregar mi artículo semanal, seguro de que ya bastante truculentos habían sido los días precedentes. Entre otras cosas por eso, esta semana que pudiese tener también más días y más largos que los siete acostumbrados, me voy a dedicar solo a uno de ellos. Uno que me parece grande y suficientemente significativo, el martes de la marcha a la Asamblea, para ejemplificar solo con Caracas una acción que fue nacional.

Se diría que tuvo muchas de las características de las tantas marchas, tantísimas, que la oposición ha convocado en estos largos años. Los abusos gubernamentales habituales: la prohibición de ir al municipio Libertador, centro cívico de la ciudad, donde, por cierto, es mayoritaria la oposición, y sin otra razón que porque me da la gana; se cerraron las estaciones del Metro para impedir la movilidad de los marchistas y al carajo los centenares de miles de no marchistas que lo usan para sus oficios y que tuvieron que caminar y caminar o atiborrar inhumanamente los autobuses, porque me da la gana; se hizo la marcha gobiernera, esta vez cerquita del itinerario supuesto de la rival, para amedrentar con sus pranes y colectivos. Pero también pasaron cosas que la distingue de otras y es lo que quiero apuntar y que considero muy decisorio.

Creo que en el fondo son dos características complementarias. El gobierno multiplicó sus sañas, sus impedimentos a la demostración pacífica: millares de efectivos armados, el uso de sus paramilitares, el cierre de las entradas a Caracas y hasta de zonas interurbanas, los ataques premeditados al liderazgo, en general la “represión brutal” (Almagro) al grado de paralizar la ciudad entera. Seguramente el miedo a su creciente debilidad en todos los ámbitos de la vida nacional y los ojos del mundo democrático cada vez más incisivos y severos mirando sus atrocidades pudiesen explicar ese exceso de furor. Pero lo más importante fue una inusitada respuesta a tanto desenfreno: marchistas que se enfrentaron desarmados, a veces casi cuerpo a cuerpo, a las huestes de seguridad del régimen. Lo cual indica un cambio notorio de temple ante el abuso y la violencia de las fuerzas públicas. Algo así como el fin de una prolongada cautela, de una extrema sindéresis que ha caracterizado las manifestaciones públicas opositoras desde hace bastante tiempo. Pocas veces Caracas, bien por el cese de sus actividades rutinarias, el caos del transporte y el tráfico y los esparcidos lugares de enfrentamiento, parecía una ciudad donde cualquier cosa pudiese pasar. Realmente no llegó mucha sangre al río, pero los rayos y centellas que la acompañaron durante horas indicaban que un nuevo talante, que un salto cualitativo en la cólera de la mayoría de sus ciudadanos era un factor a incluir en todos los escenarios por venir.

Sin duda, el motivo principal, entre la suma de atropellos cívicos consuetudinarios, es la insólita medida de que la oposición, sin duda mayoritaria en el país, no tiene derecho de manifestar en Caracas, porque esta le pertenece “ideológicamente” a los forajidos. Varios miles de efectivos y parapolicías se encargan de establecer las barreras para impedirlo. Hasta ahora allí se quedaban las cosas. Ayer fue motivo de una batalla desigual seguramente, pero que fue un reto imprevisto a los maulas que prostituyen leyes y derechos. Y ese reclamo va a crecer a ese y a otros territorios conculcados, el petitorio de elecciones, la constitucionalidad rota, los presos políticos y, sobre todo, el devolverle humanidad a los que padecen hambre o enfermedades en sus cuerpos.

Nadie debería alegrase de un aumento de la violencia, no lo hacemos. Pero nadie podría abogar por el cese de esta si el precio es la demolición de un país por una banda de malhechores y el creciente sufrimiento de sus moradores. Mañana jueves hay otra marcha, ojalá ganen la ética y la paz.

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