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Elecciones frecuentes y protestas abundantes

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¿Qué tienen en común Corea del Norte y Cuba? La respuesta obvia es que ambas son dictaduras. La menos obvia es que, este año, ambos países han celebrado consultas electorales. En Corea del Norte, el gobierno informó que el pasado 12 de marzo, 99,99% de los ciudadanos votaron y que 100% de los votos fue para los 687 diputados que fueron postulados por el régimen. No había otros. Semanas antes, los cubanos también se habían expresado a través de un referendo en el cual se les preguntó si aprobaban una nueva Constitución. 91% de los votos fue a favor.

Esta propensión de las dictaduras a llevar a cabo elecciones fraudulentas es muy curiosa. Se basa en la suposición de que una elección, aunque sea solo teatro, puede compensar en algo la ilegitimidad de un gobierno autocrático y de su presidente-dictador.

En todo caso, esto de hacer elecciones y referendos está de moda. Hay más eventos electorales que nunca antes. Este año, por ejemplo, 33 países —democráticos y no democráticos— tendrán comicios para elegir presidente, y 76 naciones tendrán  elecciones parlamentarias.

Pero en estos tiempos hay otra forma de expresión política que está mucho más de moda que las elecciones: las protestas callejeras. Además de marchas y mítines, los bloqueos a la circulación de vehículos se han convertido en un frecuentísimo instrumento de expresión política.

Tan solo la semana pasada hubo masivas protestas populares en varios países. En Moscú, por ejemplo, la policía detuvo a más de 400 manifestantes que protestaban contra las autoridades que arrestaron a Iván Golunov, un periodista que investiga la corrupción en el Kremlin. La policía lo acusó de tenencia y tráfico de drogas, cargos que periodistas y políticos denunciaron como espurios. Al mismo tiempo, en Hong Kong, más de 1 millón de personas tomaron las calles para protestar contra una ley de extradición que, según sus críticos, facilita la represión del gobierno de Pekín en este territorio y atenta contra las libertades ciudadanas.

También la semana pasada las protestas callejeras llevaron al gobierno de Sudán a reprimirlas ferozmente con una combinación de técnicas muy antiguas y muy modernas. Lanzó contra los manifestantes a los “janjaweed”, la sanguinaria milicia que hace una década fue acusada de genocidio en Darfur. Más de 100 manifestantes perdieron la vida. El gobierno de Jartum también bloqueó la telefonía celular y el acceso a Internet. Desde diciembre, los sudaneses vienen exigiendo el cese del gobierno autocrático, elecciones limpias y libertades democráticas. Eso es exactamente lo mismo que, al otro lado del mundo, piden los venezolanos liderados por Juan Guaidó.

Esto no es nada nuevo. La política y las “actividades de calle” siempre han ido de la mano. Pero en su versión de este temprano siglo XXI  tienen varias peculiaridades.

La primera es su frecuencia. Thomas Carothers y Richard Youngs, dos de los principales expertos en el tema de las protestas políticas en el mundo, han investigado esto a fondo y concluyen que, en efecto, las protestas de calle han aumentado en frecuencia y tamaño. Naturalmente, el uso de teléfonos móviles y las redes sociales facilitan la organización de las protestas. A ello se le une el aumento de las clases medias en muchos países, así como la proliferación de organizaciones de activistas. Los motivos que impulsan las protestas son muy variados: algunas tienen objetivos “atmosféricos”: el repudio a la corrupción o a la desigualdad económica, por ejemplo. Otras, como las de Hong Kong, son concretas: impedir la aprobación de la ley de extradición. Aún otras, comienzan con reclamos específicos, pero, rápidamente, agregan demandas más ambiciosas. En Francia, por ejemplo, el aumento de los impuestos al combustible disparó las protestas de los “chalecos amarillos”, pero poco después las peticiones incluyeron el aumento del salario mínimo, la disolución de la Asamblea Nacional y la renuncia del presidente Emmanuel Macron. También hay protestas enfocadas en sacar al presidente como pasó en Egipto con Hosni Mubarak, en Guatemala con Otto Pérez Molina y en Brasil con Dilma Rousseff.

La gran pregunta es si las protestas tienen éxito. No está claro. La mayoría logran concesiones menores o fracasan por completo. Sin embargo, algunas han dado pie a cambios políticos substanciales. ¿Qué caracteriza a las que tienen éxito? La combinación de nuevas tecnologías de comunicación con antiguos métodos de organización política es indispensable. Las redes sociales, por sí solas, no bastan.  Para ser exitosas, las protestas deben abarcar a gran parte de la sociedad. Factores externos y fuentes de poder interno como las fuerzas armadas también son determinantes. Sin embargo, como siempre, lo más importante es el liderazgo. El éxito requiere que haya jefes y jefas. La ilusión de un activismo político basado en decisiones colectivas y sin líderes claros suele terminar siendo eso, una ilusión.

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