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Gobiernos paralelos y pajaritos preñados

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Debemos destacar una peculiaridad de la realidad venezolana actual que, a mi conocimiento, es inédito en la historia universal: la convivencia en un mismo espacio territorial y en un mismo tiempo histórico de dos gobiernos de signo diametralmente opuestos: uno tiránico, dirigido y controlado por Nicolás Maduro, y otro democrático dirigido por Juan Guaidó y controlado por sus aliados de la MUD. 

Tal paralelismo es, logicamente, meramente formal. Comparten ambos y viven bajo el mismo techo constitucional y se arropan con la misma frazada jurídico institucional. Pero uno de ellos detenta el Estado, vale decir, el poder, y el otro encabeza lo que podemos llamar “oposición parlamentaria”, sustentada en la mayoría opositora electa en diciembre de 2015.

El tiránico lo es porque contraviene todas las leyes, ha nacido de una usurpación facilitada por su control de los organismos y mecanismos electorales en un proceso cuyos resultados fueron desconocidos por el mundo entero, y no debe contar, al presente, con más de 10%, máximo 15% de respaldo popular. Lo que lo obliga a respaldarse en las armas de los cuatro componentes uniformados y su sistemática traición a los preceptos constitucionales que le imponen el respeto a la Constitución, violada a diario y sistemáticamente, y la defensa de la soberanía, tomada y asumida a saco por la tiranía cubana y sus ejércitos invasores, que están al frente de las fuerzas armadas supuestamente nacionales. El carburante de esta aberrante maquinaria de coacción, represión y muerte es la cocaína, que trafican procedente de las guerrillas colombianas como el mayor emporio narcotraficante del planeta, y le dota de los suficientes ingresos como para aceitar a la alta oficialidad que se beneficia de esos delincuenciales ingresos. Que superan de lejos los captados por la exportación de petróleo, cuya explotación ha descendido a niveles críticos y verdaderamente alarmantes: de 3 millones de barriles diarios hasta ante del asalto chavista al poder, en 1998, ha bajado al escaso millón de barriles diarios: una caída catastrófica de dos tercios, que hacen imposible el financiamiento de los gastos corrientes del Estado venezolano. Y los informes técnicos de la ruindad en que se encuentran los pozos de extracción son aterradores: desde la amputación y robo de los cables de cobre para venderlos en el mercado libre, hasta el desmontaje de motores. Así, es perfectamente imaginable un colapso total. ¿Es el proyecto histórico de Fidel Castro –devastar y aniquilar a Venezuela como premio de consuelo a su absurda ambición de enfrentarse y vencer a Estados Unidos? 

Conocedor de la historia latinoamericana, me atrevo a sostener que Venezuela ha sido víctima del mayor proceso de destrucción de una de sus naciones en toda su historia. Por causas endógenas –el fracaso palpable de su clase política en defender su soberanía– y exógenas: la invasión del castrocomunismo armado aliado a las potencias soviéticas del orbe. Ante el silencio cómplice o aprobatorio de un hemisferio sordo y ciego a su tragedia. Y sobre todo: inconsciente del significado de la crisis global que nos condiciona.

De una maquiavélica capacidad de acomodo a las cambiantes circunstancias históricas, el castrocomunismo extrajo las consecuencias del fracaso de la vía armada tras la muerte del Che Guevara y apostó por mimetizarse con la institucionalidad democrática y llegar al poder, como lo aprendiera de la experiencia hitleriana, mediante la institución democrática del voto. Después de lograrlo con Hugo Chávez en Venezuela, tras su fallido golpe de Estado, lo logró en Ecuador, en Bolivia, en Perú, en Argentina, en Uruguay, en Chile y en Brasil. Pero en ninguno de ellos logró subvertir el orden constitucional y quebrar la verticalidad constitucionalista de las fuerzas armadas. Único tampón de seguridad de las democracias liberales e instrumento insustituible para enfrentar con eficacia al castrocomunismo.

El poder que conquistara en Venezuela supo mantenerlo mediante el sibilino y hábil manejo de una oposición blanda e inconsciente, apaciguadora y tolerante, que fue cediendo sus espacios hasta tener que arrinconarse en una asamblea nacional impotente ante el desafío pero capaz de acompañar al tirano mediante esta aberrante criatura de cogobierno parida de su amancebamiento. De allí que lo que Lenin no le permitió a Kerensky, ni Fidel Castro a Fulgencio Batista, Nicolás Maduro se lo permitiera a Juan Guaidó: el cogobierno. No es un triunfo opositor, que la oposición continúa con la cerviz doblada. Es un triunfo de una tiranía absolutamente aislada nacional e internacionalmente, pero que no cede un milímetro de sus espacios ni comparte una gota de su poder de fuego. Ante una oposición que debe conformarse con la convivencia, sus impotentes representaciones diplomáticas sin un canciller que represente a la República ante el mundo y su decisión de no avanzar un paso en la conformación de un auténtico gobierno de transición.

No vamos bien. Vamos muy mal. Dejarle la resolución de una crisis agónica al transcurso del tiempo y la serenidad en la espera, no solo es indigno: es inútil. La más espectacular de las marchas se disolverá como el casabe en agua tibia si no se transforma de inmediato, cuantitativa y cualitativamente en un poderoso movimiento insurreccional. Lo demás es morir creyendo en el embarazo de las aves.

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