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Todos tiemblan: Conciliar en la guerra: ¿la ley o el terror? (1)

En una serie numerada, “Todos tiemblan” expondrá las vicisitudes políticas e ideológicas que padecieron nuestros antepasados venezolanos a principios del siglo XIX para construir los pilares fundacionales que nos dan pie hoy

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Las tropas sin jefe y vacilantes;

el pueblo dudoso de su suerte…

Simón Bolívar

(20 de septiembre de 1818)

Años después de ser testigo del desastre de la Primera República, Simón Bolívar le dirige una carta a Francisco de Paula Santander el 1º de junio de 1820: “Yo digo que para qué han de ir a Turquía, cuando los españoles nos han transportado el Asia a América; nos han enseñado el Alcorán con sus prácticas, y nos han inspirado por espíritu nacional el terror”. El Libertador expresa así la violencia del enemigo español comparándolo con los pueblos islamitas. El Asia de Atila y los hunos fue traspasado a América por Monteverde, Morillo, de La Torre y compañía… Lógica arriesgada o no, Bolívar entabla una forma de ver el fenómeno de la guerra de independencia en Hispanoamérica. ¿Se salvaría él acaso de tomar el mismo sendero a partir de 1813? ¿Qué fue la Guerra a Muerte sino el pulso del terror de la República?

El terror tiene dos perspectivas. La que se engendra desde el poder tiene la intención de atizar las voluntades en torno a un proyecto ideopolítico determinado. Constituye la máquina de guerra, la esencia ofensiva y defensiva, que puede –siguiendo a la historiadora francesa Mona Ozouf– convertir en roca el sentimiento patriótico. Otra muy distinta es la otra: el efecto que genera la violencia en los hombres y mujeres de a pie. El colectivo se conmociona; pierde sus distinciones sociales, morales, culturales; cae en el silencio adolorido de los desterrados, donde el cuerpo se detiene o desaparece en el solo hecho de la supervivencia. El mundo pierde el sentido mientras que el terror se apodera de todas las formas visibles e invisibles de la realidad.

Monteverde: yo soy el poder

El comisionado realista Pedro de Urquinaona puede complementarnos la imagen que tuvo Bolívar del terror. Podríamos decir que la del bogotano tiende a ser más epidérmica, horizontal. Ser partidario del Rey ni siquiera salvó a Urquinaona de ser víctima de ambos terrores en disputa: el monárquico y el republicano, ambos evidentemente excluyentes y aniquilantes. El abogado y regente sufrió doblemente el tormento de la persecución política. Esta perspectiva nos ofrece muchas ventajas a la hora de comprender la naturaleza de la sociedad miedotizadade la guerra de independencia, y por qué no, la de hoy.

La meta del Comisionado era verificar que el sistema realista entablado en Venezuela luego de la capitulación de julio de 1812 se cumpliese a cabalidad. Es decir, olvidar las conmociones partidistas y establecer la inmunidad de los implicados en el movimiento del 19 de abril de 1810. Sin embargo, escribe Urquinaona, “entre olvidar los sucesos de la revolución y dejarse arrastrar por afecciones e intereses privados; entre no molestar por sus opiniones y anterior conducta a los extraviados, o rodearse de ellos, halagarlos y premiarlos, hay muy grande diferencia”.

El capitán de fragata de la real armada española, Domingo de Monteverde, quien había levantado los pueblos de occidente contra la Primera República desde principios de 1812, se erigió como nuevo mandamás el 17 de julio en San Mateo. Derrotado el ensayo patriota, este oriundo de Tenerife desconoce todo aquello que no se incline a sus servicios. La historiografía del periodo lo señala como el hombre que conquista en términos de las encomiendas del XVI. Su ascenso dentro del movimiento realista supone necesariamente hablar de las tropelías del hombre fuerte –militar, para más señas– quien crea sus propios métodos para legitimar sus designios. Funda, ocupa, dispone y guerrea en nombre de la justa causa contra los rebeldes revolucionarios.

La ley es “innecesaria” 

¿Qué pasó con la Constitución aprobada en Cádiz el 19 de marzo de 1812? En agosto del mismo año se recibió en Caracas el primer ejemplar impreso de este cuerpo de ley. El Cabildo de la ciudad, legitimado por Monteverde, recibió el texto con agrado y dispuso toda su atención para que el Capitán General de facto la proclamara entre todos los habitantes. ¿Dónde colocar esos “refinamientos” jurídicos frente al garrote que imponía las circunstancias? Cuatro meses después, con el rumor de la reacción republicana en el oriente y occidente, Monteverde accedería a celebrar los actos públicos para la jura de la “Pepa” el 3 de diciembre de 1812… Para respetar las formalidades, claro.

Hay que decir que el mayor espaldarazo llegaría el 29 de noviembre de 1812. La misma Regencia del Reino lo nombraría Capitán General de Venezuela, Presidente de la Real Audiencia y jefe político interino del país. Este investimento fue relegado solo al papel. De hecho, la política de amnistía y olvido a lo pasado sería interpretada de “ingenua”. Lo que debía aplicarse era la persecución de los implicados en la revolución de abril y dictárseles sentencias sumarias cuanto antes. “La indulgencia era un delito y la tolerancia y el disimulo hacía insolentes y audaces a los hombres criminales”, escribió el 17 de enero de 1813. Veamos el argumento completo:

“Las provincias pacificadas de Venezuela, no pueden alternar con las que han sido fieles al Rey. Estas encuentran su consistencia en su fidelidad y aquellas en su infidencia y su castigo; resulta de aquí, que así como Coro, Maracaibo y Guayana merecen estar bajo la protección de la Monarquía; Caracas y demás que componían su capitanía general, no deben por ahora participar de su beneficio hasta dar pruebas de haber detestado su maldad y bajo este concepto deben ser tratadas por la ley de la conquista; es decir por la dureza y obrar según las circunstancias; pues de otro modo, todo lo adquirido se perderá: este es mi juicio convencido de lo que es la provincia de Venezuela”. (Las cursivas son nuestras).

Monteverde desautorizó a la Constitución gaditana, colocó a sus más estrechos colaboradores en las jefaturas provinciales –lo que Urquinaona llamaría “el paisanaje canario”–, y se negó a entablar la anhelada reconciliación. El fiscal José Costa Gali, enviado por la Regencia para averiguar las denuncias de todos estos agravios, no tuvo nada que hacer con los arrestos de Monteverde: “A estos excesos siguieron otros mayores; el ejemplo del arrojo y de la insubordinación del comisionado introdujo el desorden y la osadía en todos los demás, y lo que al principio tenía visos de ejecución militar pasó a ser desempeño de las pasiones y las venganzas”, escribió en enero de 1813. Vale aquí detenerse en el interrogante que propone Costa Gali:

“Y ¿es posible, que un país civilizado, en un país católico, en un país en que las leyes respetan la justicia, en la generosa y benéfica España, en el único recinto de la libertad civil y política, donde se acaba de desterrar hasta la posibilidad de un Gobierno arbitrario, se cometan tales abominaciones, tales atentados contra la dignidad del hombre?”

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