Un mundo en el que el poeta revisita, como indicara Rilke, las voces de su infancia, atravesada por las esquirlas que la Shoá dejó incrustadas para siempre en el alma de los suyos. Madre, padre, abuelos… esos ausentes que son tales, no tanto ahora por haber muerto, sino por haberlo sido siempre, desde aquel lejano regreso de la muerte ―¿o acaso, la liberación fue otra cosa?― que los convirtiera en fantasmas. Ausentes mientras reían y cantaban y criaban niños. Ausentes mientras rezaban a un dios ―según Ackerman―, también ausente.
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Mercedes Roffé
(Fragmento tomado del texto de la contratapa de Los ausentes).
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Leí el primer poema de Rubén Ackerman en días desesperados. No pretendía consuelo alguno, necesitaba sentir el dolor hasta lo más hondo; las palabras del poeta ejercían esa triste fascinación. Me habitué a llevar conmigo la pequeña antología donde aparecían sus versos, para tener a mano la ración de lo amargo. Alguna tarde, me topé con el autor de los poemas que apretaba siempre en el regazo. Nos miramos de lejos, sin cruzar palabras, en la sala de la clínica donde llevaba al ser amado a las radioterapias. La lectura de su libro, Los ausentes, han traído de vuelta aquellas horas.
(…)
Todo proyecto encierra un gesto. Aunque el poeta dice la inutilidad de su escritura. “Con estas palabras que ahora viajan como nubes / desde ninguna parte, hacia ninguna parte”. Sin embargo, expresa un humano deseo: “para que se puedan ver en nuestras pupilas / los rostros ausentes de nuestros muertos”. En esta lectura he encontrado no solo los rostros de sus amados difuntos, sino el perfil de los míos. Esta comunión de autor-lector ha sido posible por el oficio logrado de quien escribe. Es uno de los mejores textos leídos en los últimos años. Quizás estos son tiempos de pérdida y de catástrofe, por eso nuestras voces acompañan el grito del maestro: “tráeme un poco de dignidad para vivir lo que resta” porque “ahora que es imposible tanta ausencia, tanto silencio, tanta noche” apenas queda este puñado de versos, para resistir desde la poesía, vale decir, desde la desgarradura de la belleza.
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Lidia Salas
(Fragmentos tomados del texto “Rubén Ackerman: El triunfo de la memoria sobre la muerte”, publicado en la página del Círculo de Escritores de Venezuela, el 30 de enero de 2017).
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Leer un libro inédito, y más si se trata de la primera publicación de un autor, implica una gran responsabilidad. El compromiso aumenta si lo hemos leído desde la perspectiva del corrector de textos. Independientemente de los elementos de estilo y las observaciones formales, lo que termina de imponerse es la experiencia acumulada de la obra, esos innumerables pliegues que escapan a la revisión ortotipográfica. Al menos esta es la impresión que me dejó la lectura anticipada de Los ausentes de Rubén Ackerman, en la intemperie blanca del archivo de Word y en las primeras versiones del libro diagramado y posteriormente publicado por Dcir Ediciones.
Los ausentes es un libro que remite a viejas correspondencias, archivos periodísticos, fragmentos de diarios, retratos y estampas. Son historias que repiten muecas de horror y carencias, trágicamente actuales: “Conchas de papa para el desayuno / dos tíos muertos para el almuerzo / oscuridad, mucha oscuridad para la cena”.
Rubén Ackerman despliega una versificación irregular (versicular, muchas veces) para describir episodios de su propio tránsito de vida. Este recorrido no se aparta de su herencia judaica: se trata del relato de un nombre nacido en Caracas, a mediados de los 50, sensible y muy atento a las voces que dejaron de existir en su núcleo familiar y religioso. Los ausentespuede leerse, del mismo modo, como una crónica, desde una sinceridad absoluta, cotidiana. A Rubén le interesan muchísimo los nombres propios, los nombres de su familia inmigrante (la abuela Raquel, por ejemplo), sus libros, sinagogas, estancias y lugares reconocibles de la ciudad. Parece que su deber, su voluntad como hombre y como poeta, es redactar esos epitafios tan habituales en su libro y vigentes en nuestra época. Su verdadera lucha, la más destacable y digna, es la del recuerdo.
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Néstor Mendoza
(“Redactor de epitafios”, palabras escritas para la presentación del libro en la FILUC, Valencia, el 19 de octubre de 2016).
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La tradición es el cofre de la memoria.
(…) ¿Quiénes son los ausentes de Rubén? Es el patio de los vivos y los muertos lo que Rubén rescata para nosotros. ¿Quién trae estos ausentes a la vida del poeta? La memoria. La memoria como gran matriz espiritual.
(…) Es paradójico. Es la presencia de los ausentes.
(…) Este libro de Rubén es una defensa del esfuerzo espiritual de la memoria.
(…) Es el hueso de la palabra lo que utiliza Rubén en sus poemas. (…) Nos brinda la ocasión privilegiada de presenciar cómo el poeta “hace alma” ejercitando la memoria.
Armando Rojas Guardia
(Fragmentos tomados de las palabras de presentación pronunciadas en el Instituto Superior de Estudios Judaicos de la Federación Sionista de Venezuela, Caracas, el 20 de marzo de 2017).
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(…) hace tiempo que no me bastan las lecturas que hacen hincapié en lo meramente estético, en el ecosistema de la metáfora, en la economía de lo retórico, en el interés por el uso de los tropos. A tales ejercicios les falta historia, el escenario de los minúsculos o enormes dramas humanos.
(…)A pesar de signarlos, esos ausentes no regresarán ni reaparecerán como nombres, pero continúan estando y viviendo en el signo. Como declara Derrida, hay que aprender a vivir con los fantasmas, así estos nunca estén presentes como tal, así estos no existan, así no sean. (…)
Resulta curioso para mí este libro escrito en San Bernardino. (…) Allí llegaron los judíos a continuar terciando su cotidianidad en el exilio. Exilio de la lengua y la cultura, exilio de la Tierra, el exilio total. Muchos de ellos sobrevivientes. Esta lectura desde la segunda generación de Shoá coloca a este libro a la altura de poetas que en el mundo la han contado, y me parece el único que en Venezuela lo tiene como asunto. (…)
¿Cómo llega a estos márgenes latinoamericanos el testimonio de Auschwitsz? ¿Qué valor tiene la escritura desde este margen? No aspirar al centro caracteriza este discurso, pues el exceso de luz es como el exceso de sombra, no permite ver con claridad. Por eso es importante la zona gris de la que habla Primo Levi en otro contexto, ese espacio de los claroscuros que no ansía mayor reconocimiento que el de su propia marginalidad. De allí proviene el aroma de estos poemas a crónica menor, a primavera archivada de la que habla Aquiles Nazoa. Y el adjetivo menor califica aquí la dignidad de estos poemas. Su sencillez no ansía mayor recompensa que la de funcionar como testimonio. Ser reconocido por el centro está fuera de sus planes, porque el centro es el Poder y el margen en estado de cristal solo aspira a darse como pequeña historia del gran enigma de la lucha entre el individuo y el Otro. Y nada más. No en balde, el autor del libro sea quizás el único judío de aquí a Eretz Israel que se moviliza en mototaxi por esa Beirut del siglo xxi en que se ha convertido la comarca caraqueña. (…)
Un judío, en puridad, nunca está lejos de nada, no tiene centro. Tiene la lengua de los suyos, la sagrada y las profanas. Lleva su Éxodo día a día. Tiene el Libro y la posibilidad de su comentario eterno. Siempre está sobre y debajo de su tradición. Aunque le duela. (…)
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Harry Almela
(Fragmentos tomados del texto “Breve tratado acerca de Los ausentes” publicado en el Papel Literario de El Nacional, el 8 de enero de 2017; palabras de la presentación en El Buscón, el 6 de diciembre de 2016).
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El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos
There are more things. J. L. Borges
Si bien el poemario Los ausentes debe ser leído dentro del contexto de la nostalgia hebrea, de ese pueblo elegido cuya supervivencia es sostenida en y por la Palabra, en la evocación de la pérdida y en la esperanza de la restauración, no podemos quedarnos en ese primer e inevitable acercamiento. La poesía de Ackerman encuentra su mayor logro en que partiendo de la más sombría de las horas en los pasadizos de Auschwitz, consigue catapultar sus imágenes más allá del ghetto y de la pavorosa contingencia. “Hay que sentir más allá de nuestra precariedad”. El poeta nos introduce a vivir en la errancia, nos hace sobrevivientes del holocausto, no en tanto acontecimiento circunstancial y distante, sino que lo redimensiona como un evento esencial y cercano que nos interpela a todos. Ackerman nos muestra que la Shoah está inscrita en lo más hondo del alma colectiva. Y aún más, allí donde compartimos el mismo “Dios ciego de Transnistria que jugaba a cara o cruz con la vida y la muerte”.
Como dice Chantal Maillard: la herida nos precede, y esa herida es asidua acompañante del poeta: la herida del desgarramiento, de la ausencia que se hace constante presencia en el ámbito de lo cotidiano, de lo pequeño, lo insignificante, en el propio gesto, por ello el poeta, en este caso, intenta recuperar, no el grandioso tiempo perdido de Proust, sino el minúsculo “gesto perdido de los ausentes”. (…) Es triunfo del judaísmo convertir una zarza ardiente en un libro y restablecer el pacto frente a un muro en ruinas. “Estarás esperándome sonriendo en una de las grietas del Muro de los Lamentos”. No obstante, ese ícono fundamental puede estar tan cercano que forme parte de la intimidad y de la inmediatez de una casa, dice R. A.: “…todos los muros de esta casa son el Muro de los Lamentos”.
(…) la universalidad de la poesía de Ackerman en este libro consiste en convertirnos a todos en judíos, en virtud del poder transformador y redentor de la palabra y el canto.
(…)El poeta insiste en adentrarse y adentrarnos en el misterio del sufrimiento humano, en el Job que alguna vez hemos sido, incitando con íntima sencillez una resonancia profunda en el lector, quien no solo no puede permanecer indiferente sino que se mira y se reconoce en cada ausente, en cada pequeñez en el camino de los perdidos. (…) nos conmueve porque todos, de una u otra manera, conocemos la indigencia, la errancia y buscamos el paraíso perdido: “búscalo ahora, hijo, que tú y yo somos huérfanos y no sabemos vivir”, sabiendo que “El viaje es largo/ guarda en mi equipaje/ algunas palabras para leer en silencio”.
(…) los ausentes de Ackerman no son fantasmas ni sombras, por el contrario, tienen“peso y fragancia” como la inmarcesible Rosa de Borges. La presencia tutelar de los ausentes es vigorosa y nos cobija, ellos hablan con nuestras palabras, viven en nuestras vidas, se nutren de ellas y a su vez las enriquecen. Todos vivimos con esas presencias de los muertos que siguen existiendo en un diálogo permanente con nuestra propia muerte. “Mamá cocina una sopa para los vivos y los muertos” y la “abuela Raquel siempre acuna a los tíos muertos”. Y en ese vaivén entre lo íntimo y el Otro, los ausentes también adquieren presencia más allá del entorno familiar; así aparece una Marilyn Monroe, hecha eco en el vórtice, una delicada Emily Dickinson que sueña por nosotros el sueño de todos, un Franz Kafka que tose, un Sigmund Freud diagnosticando en el vagón de un tren, o un extravagante Hermann von Keyserling, cuya carta a Clhoris nos habla de lo inútil de Goldberg y Bach para mitigar el insomnio por la ausencia de la amada:“Ahora todo se desvanece… todo duerme menos tu fantasma y mi insomnio”.
Sabernos seres en diáspora, exiliados, execrados, extranjeros, nos hace humanos, demasiado humanos, puesto que todos hemos sido expulsados del paraíso, de aquellos primeros y entrañables amores, y en consecuencia, llevamos a cuesta la palabra en sustitución de la ausencia. No hay manera de vivir sin estar sumergidos en cenizas ―“soy especialista en cenizas”― en nuestras propias cenizas y en las cenizas de los que nos preceden, pero a la vez nos acompañan, nos conforman, nos dan sentido y significación.
(…) una discreta plegaria se extiende desde los primeros versos hasta los últimos, a veces letánica, a veces salmódica, una invocación sencilla, nítida, con un ritmo limpio sin ornamentos, donde la energía de lo dicho va dirigida al corazón y no a un Dios en mayúsculas o extraterreno. En esa extendida plegaria la memoria es el centro y en ella sobrevive con insistencia la mirada de la infancia; por esta razón, este libro no resulta sombrío ni amargo, puesto que el poeta mantiene el acento infantil, precisamente porque son los niños aquellos que con mayor claridad miran hacia los ausentes, hacia lo que está más allá, como ya nos diría Rilke, ese mirar de los niños y de los animales.
“Quiere usted recuperar intacta su infancia,
resucitar a sus muertos, extender el mantel,
servirles pan y vino”
o
“Hay que aprender a alucinar en pleno día
para poder ver lo que nadie ve”.
Los ausentes, no obstante el dolor y el desamparo, es un poemario atravesado de ternura y de una conmovedora ironía; ternura por los objetos que permanecen y nos sobreviven llenos de alma. Rilke afirmaba: “Todavía para nuestros abuelos, una casa, una fuente, una torre familiar, hasta su propio traje, su abrigo, eran infinitamente más familiares, casi todas las cosas eran un recipiente en que se encontraban o dejaban algo humano”. (…) Leerlo una y otra vez es reconciliarse con la vida y con la muerte, a pesar de todo:
“tú que danzas con mi antiguo sueño de infancia
tú que tejes silenciosa la invisible trama de la vida
y haces que respire entre ruinas
extiende tu mano como ayer
Madre, necesito tu arrullo
más allá de la muerte”
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Ana María Hurtado
(Fragmentos tomados del texto “La sopa de Los ausentes: impresiones sobre el poemario de Rubén Ackerman”; palabras de la presentación en el Instituto Superior de Estudios Judaicos de la Federación Sionista de Venezuela, Caracas, el 20 de marzo de 2017).
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Rubén Ackerman me comentó que estaba concibiendo un próximo poema o poemario ―aún no lo tiene claro― con ideas que giran en torno a la orfandad.(…)
Sin embargo, Rubén me aclara que no tiene pensado publicar más libros en un futuro cercano. Se muestra abrumado por lo que conlleva convertirse en un poeta publicado. Me dijo sentirse acostumbrado a ser un desconocido. Ahora que la gente tiene interés en su obra, se siente descolocado.
De recordar mi charla con él por una idea en particular, escogería un comentario que me hizo casi al terminar nuestra entrevista. Me dijo que, a su modo de ver, la gente se enfrasca en lugares comunes por no mirar con detenimiento lo que esconde la cotidianidad. Hay una belleza ahí, y hay que aprender a percibirla.
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Ángelo Marcano
(Fragmentos tomados dela entrevista “¿Quién escribe los epitafios?”, publicada en Verbigraciade El Universal, el 19 de enero de 2017).
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1.-
(…) Un libro de mensajes sobre las tumbas ―o fosas comunes― de un inmenso cementerio, hecho poesía, que se sostiene sobre “nuestra ración de fe”.
(…) La muerte, estacionada en los versos, habla. Y lo hace a través de quien la siente en su simbología, en sus pasos, en la carne desprendida en medio de una catástrofe que duró tantos años y sigue siendo hoy materia del dolor.
(…)Y así, continúa la muerte, la que existe en los nombres de Ana, Jonnale, Mome, la madre. Sus muertos, los muertos de todos, los santificados, los que viajan por la oración, por una forma de decir Dios.
2.-
El poema, el libro, reza a la familia, por la familia, tributa la mirada de aquellos que ya no están, de aquellos que detrás de una alambrada dejaron su carne y sus huesos en medio del extravío. Preguntas que destacan el legado de una ausencia convertida en oración, en plegaria, en preguntas. En “A la memoria de Silvia Ackerman”, el poeta exclama:
“¿Quién eres ahora detrás de esa vieja fotografía donde sonríes?
¿De qué extraña materia está hecho tu silencio?
Hoy sangran las piezas en el ajedrez de papá
mientras mamá plancha unas sábanas hasta el fin del mundo
no existe una jugada en el tablero que te haga regresar
a ningún lugar en el mundo desde el cual puedas
contestarnos”.(…)
3.-
(…)La abuela Raquel enciende velas y reza frente a las cámaras de gas que aún pasan frente a sus gastados ojos.
Poema reclamo, poema que cuestiona el descuido del “Dios mudo que perdió a todos sus interlocutores / el Dios que calla detrás del arón hakodesh / El Dios que se dormía aburrido mientras ustedes / rezaban y morían…”.(…)
4.-
¿En cuántas partes se divide el alma de un libro? Pasan los poemas, los gritos, las quejas de aquellos que ya no están pero sí continúan ante la mirada de quien los recuerda y los hace carne y huesos. Los saca de la fosa común, de la que no tiene epitafio, de la que no sale nadie con un nombre y un apellido. De la que no sube ninguna primavera. (…)
5.-
Los ancestros siempre retornan. Su hambre de presencia los hace más ausentes, lejanos en la cercanía. La palabra es el pan. El pan es oración, el alimento diario que une a Dios con la tierra. Pero también la evidencia de su falta cuando el cuerpo desfallece, el abandonado por la compasión.
“El pan de mis ancestros / el pan sin dios y sin mesa”.
El pan del cuerpo. El cuerpo alimento del martirio. El no saber del cuándo y del hasta dónde. Y así,
“no saber si mañana van a hornear el pan o / te van a hornear a ti”.
(…)
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Alberto Hernández
(Fragmentos tomados delareseña a Los ausentes, publicada por Letralia el 13 de febrero de 2017).
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