Si bien hemos estado en presencia de una inagotable agenda del odio expresada con la rudeza de lenguaje del autoritarismo fascista desde hace casi veinte años, hoy ese lenguaje se ha recrudecido más que nunca, porque quienes detentan el poder han comenzado a entender que mataron la fe de un pueblo que de manera irreversible le está diciendo que llegó la hora de no hacerle más daño a Venezuela y de rendir cuentas, cuestión a la que la oclocracia se niega por razones más que obvias.
Es incomprensible que un régimen con niveles de rechazo que superan todos los índices que imaginar se puedan, persista en una obsesión de poder que cada día, gracias a sus propias acciones y torpezas, lo acercan más a los tribunales que juzgan las violaciones de los derechos humanos.
Es incomprensible que cuando la comunidad democrática del mundeo le pide, de la mejor manera, revisión y corrección a sus repetidas violaciones del orden constitucional, la respuesta del régimen sea el insulto y la acusación de injerencista que le acuñan los más deslenguados expositores del régimen.
Es incomprensible que cuando esa multitud, formada por más de 80% de sus habitantes, lo que exige es un cronograma electoral, el respeto a la AN que ese mismo pueblo se dio, la liberación de todos los presos políticos, y el reconocimiento de una crisis humanitaria que deja pruebas de su existencia por todas partes, la respuesta sea una cada vez más criminal represión. Y mucho más que incomprensible es que mientras Maduro anuncie su ansiedad por un proceso electoral, Cabello, en representación del gorilismo fascista extremo, diga que “bajo ninguna circunstancia, aquí habrá elecciones”.
Con afirmaciones como esa, nadie duda de que estamos en lo que alguien ha llamado un estado prebélico, que esa preguerra pueda convertirse en una guerra civil, si es que el lenguaje del ala más fascista y radical del régimen va más allá de una simple amenaza. Es indispensable entender que nos enfrentamos a la intolerancia, al más perverso y criminal de los enemigos de la paz, el progreso, el desarrollo y la estabilidad de un pueblo que necesita imaginar su futuro. Una intolerancia que es perversa y está armada, que practica y estimula el odio y que no está dispuesta a sentarse en el banquillo de la justicia, sobrecargado como está de todo tipo de delitos. Cuando la intolerancia está en el ejercicio del poder la delatan su lenguaje, sus actos, siempre consecuentes con su propia y nefasta naturaleza.
Del ejercicio de la intolerancia, el gorilismo oficialista decidió desde hace rato pasar al terrorismo de Estado, tal y como lo demuestra cuando expresan su propósito de exterminar, léase bien, exterminar a toda la oposición. Si el ministro que maneja las armas de la intolerancia sostiene que no dejará de reprimir las protestas, si quien maneja la violencia realenga de esa intolerancia representada en los colectivos repite que ni con sangre la oposición llegará al poder, y con el odio extremo que siempre lo acompaña remata diciendo, cual jefe de la Gestapo: “Sabemos dónde viven los dirigentes de la oposición, de allí los iremos a sacar”, añadiendo a tal despropósito su nuevo estribillo: “Todo el que denuncie lo que pasa en Venezuela es un traidor a la patria”, anunciando de paso paredones de fusilamiento, sin que ninguna de las instituciones creadas para defender los derechos de los ciudadanos se atreva a decir nada, quiere decir en definitiva que la intolerancia ha tomado la más abyecta de todas las decisiones.
No sé a ciencia cierta, y creo que nadie lo sabe, cómo terminará esta lucha que para muchos tiene carácter terminal, pero de lo que sí estoy seguro es que lo mejor para el país es la renuncia de Maduro y de su entorno, solución que pudiera estar sobre la mesa del oficialismo y que tendría que pasar o por una derrota definitiva que no se ve tan clara, o por acuerdo que tenga como fin y eje central la gobernabilidad, hace tiempo perdida, que ha decretado como inviable e insostenible la situación actual de Venezuela. La otra cosa cierta es que mientras ese pequeña inframinoría detente el poder, el duro camino y el comienzo hacia una urgente unidad nacional en la que estén incluidos los desengañados de este desastre no será posible.
Si existe en este momento una certeza a la vista es que el pueblo ha entendido que no podemos seguir “en la política que niega social e individualmente al otro”, esa misma a la que hicimos referencia cuando hablamos de exterminio de la oposición que, entre ceja y ceja, es propósito del gorilismo oficialista. Por desgracia, el rencor de unos gobernantes fracasados quiere que el resentimiento social que su discurso y sus acciones han despertado derrote la paz que todos los venezolanos queremos, y eso no lo podemos permitir. De no abrir los ojos, de no plantearnos con la extrema gravedad que exige el caso este aspecto del problema, estaremos ayudando a que este conflicto pase de preguerra a guerra civil, y esto para impedirlo tendría que continuar con el pueblo, dueño verdadero de la soberanía, en la calle reclamando sus derechos democráticamente, como lo está haciendo con la fuerza de la verdad. La paz del país no está en la intolerancia de las bandas rojas del poder, está en las elecciones generales que está pidiendo el pueblo.
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