Los veinte años de vida política y guerrera del joven mantuano venezolano Simón Bolívar, que se extienden desde 1810 hasta 1830, constituyen una de las aventuras existenciales más extraordinarias y sorprendentes de la historia humana, solo comparable con las de los restantes grandes hombres que la escribieran: Alejandro Magno, Julio César, Carlomagno, Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Napoleón, Winston Churchill. Una visión desapasionada y dolorosamente objetiva tendría que incluir en ese salón de la grandeza a esos personajes que con sus hazañas conmovieran al mundo, así sus objetivos y resultados hayan estado reñidos con los más nobles y elevados propósitos de grandeza: Gengis Kan, Iván el Terrible, Josef Stalin, Adolfo Hitler, Mao Tse-tung. Sin ellos, la historia de la humanidad hubiera sido otra. O no hubiera sido.
No fue su culpa si sus hazañas no encontraron eco en pueblos conscientes, cultos, racionales, preparados para recibirlas y adoptarlas. Ni que su obra fuera dilapidada por el fanatismo religioso, el caudillismo caciquesco y la devoradora ambición de clases oportunistas, rastreras y trepadoras. Tampoco lo es que la violencia irracional y las mezquindades nacionales hayan impedido el cumplimiento de sus mayores aspiraciones: pueblos liberados, educados y emancipados, capaces de unirse en una gran mancomunidad de naciones con el propósito de convertirse en una referencia continental frente a los otros grandes poderes del mundo: Estados Unidos, Europa y Asia.
Ese contraste insuperable entre sus propósitos y ambiciones y la cruenta realidad en que devino su hazaña libertadora le resultaron mucho mayor que sus fuerzas físicas e intelectuales, llevándolo al destierro, al rechazo, al abandono, al desprecio y la muerte. Sin que su talento de guerrero, profeta y visionario sufriera el menor menoscabo. Supo al momento de su muerte que su obra había fracasado, que contra sus esperanzas, la América española se había despedazado en clanes y tribus, que sería consumida por tiranos y satrapías y que el futuro no depararía el cumplimiento de sus anhelos.
Peor aún: supo con meridiana y dolorosa clarividencia, que su nombre, así encontrara la gloria, la fama y el respeto universales, sería malversado para legitimar tiranías disparatadas. Y que la región, comenzando por Venezuela, su patria, terminaría devorada por tiranuelos insignificantes que le acarrearían desgracias espantosas, inimaginables en tiempos coloniales. Fue cuando debió reconocer que nada de lo alcanzado en esos veinte años de combates sin cuento, cabalgatas interminables y sacrificios inhumanos podía compararse a la felicidad y la paz sembradas durante los tres siglos de convivencia colonial. Para destruir en lo cual había invertido todos sus bienes, incluyendo su vida misma. Fue el mentís más preclaro y autorizado de la leyenda negra, divulgada por el patrioterismo ambicioso y falaz. Nada de lo alcanzado tras la espantosa Guerra a Muerte, que él mismo proclamara y le costara a Venezuela el holocausto de un tercio de su población y la ruindad devastadora de sus pueblos y ciudades, podía compararse con esos tres siglos de armoniosa convivencia de razas y clases, de españoles peninsulares y españoles criollos, ese crisol de mestizajes que daría origen a la que un intelectual mexicano llamara “la raza cósmica” y que, ya antes de la guerra independentista, en la segunda mitad del siglo XVIII, comenzaba a dar sus mejores frutos económicos.
Visto desde esta desgarradora tragedia que hoy nos aflige, provocada tras la invocación de su nombre en insólito cumplimiento de sus peores y más temibles profecías, se esclarece la insólita amalgama de irracionalidad, fanatismo, autoamputación y degradación moral en que vinieran a dar sus esfuerzos independentistas. Tras dos siglos, Venezuela no supo o se negó a emanciparse. Prefirió la convivencia de la superchería y la religiosidad, la violencia y la barbarie, la irracionalidad, la tiranía y el desafuero. Nunca antes país alguno de la región, y posiblemente del mundo, fue saqueado y devastado de manera más cabal y profunda. Venezuela, a dos siglos de su fundación republicana, es un amasijo miserable de ruinas y despojos. La llamada por los descubridores “tierra de gracia” se ha convertido por la acción inconsciente de sus hombres en la tierra más desgraciada del planeta.
Sabiendo como iluminado por los dioses que esto sucedería inexorablemente, que todos los poderes serían devorados por un solo hombre y que Venezuela volvería a ser tierra de esclavos, recomendó huir. Olvidando que había estado a punto de fusilar a Francisco de Miranda, quien dos décadas antes había tomado esa dolorosa decisión llevado por los mismos motivos: la tiranía de Monteverde. ¿Cómo no repetir sus llamados de auxilio a las monarquías y repúblicas liberales para que vinieran a impedir el matadero de los esclavos?
¿Cómo no estar de acuerdo con la senadora colombiana que reclama la intervención extranjera para salir del sátrapa esclavizador?
Los molinos de los dioses muelen despacio, escribía Homero. En Venezuela se niegan a hacerlo. Habrá que tragar grueso.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional