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Castro y Chávez: las delirantes relaciones entre Cuba y Venezuela

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Hace más de cuatro décadas, mis amigos Sofía Ímber y Carlos Rangel me llevaron a conocer a Rómulo Betancourt. Les había contado que para mí era una figura mítica a la que le estaba especialmente agradecido.

Durante el mandato constitucional de Betancourt, en 1961, cuando yo era un chiquillo de 17 años, me había asilado en la embajada de Honduras, pero, tras ese país romper relaciones con Cuba, Venezuela nos salvó la vida porque la encargada de negocios, Josefina Aché, nos protegió con la bandera venezolana por órdenes, nos dijo, del Presidente de su país.

En aquella única entrevista que tuvimos, Rómulo me habló con gran desprecio de Fidel Castro, y me contó la historia de cómo el cubano trató de reclutarlo para su particular batalla contra Estados Unidos, fundada, claro está, en la visión antiamericana que le había dejado el marxismo-leninismo al entonces muy joven Comandante.

Betancourt había sido comunista en su juventud y estaba de regreso de esos dogmas absurdos, a lo que se agregaba que tenía ciertas informaciones muy negativas sobre Fidel Castro desde fines de los años cuarenta por boca de sus amigos cubanos Aureliano Sánchez Arango y Raúl Roa.

Ambos le habían contado que se trataba de un gangstercillo universitario poco recomendable, extremo que también le confirmó Rómulo Gallegos, el gran escritor venezolano, ex presidente de su país, exiliado en Cuba y México tras el golpe militar de 1948, quien utilizara al joven Fidel como arquetipo del tira-tiros violento y resentido en su novela cubana, La brizna de paja en el viento.

En efecto, el personaje Justo Rigores de esa novela es el alter ego de Fidel Castro, mientras el profesor Rogelio Lucientes, su contrafigura noble, era el propio Raúl Roa, quien le había presentado a Gallegos al joven Castro, no sin antes vacunarlo sobre las características nocivas del personaje.

Cómo y por qué años más tarde Raúl Roa se convirtió en el eficaz Canciller de Fidel Castro pertenece al capítulo de la psicopatología profunda de las personas, pero se trata de una cabriola ideológica de muy difícil justificación.

Betancourt, en definitiva, y así me lo refirió, sintió cierta satisfacción en negarle en redondo su ayuda y su complicidad ideológica al Comandante. Los cubanos podían estar equivocados en esa época e idolatrar a Fidel Castro, pero el presidente de los venezolanos no se iba a dejar engañar por un sujeto radical empeñado en un camino que les traería graves dificultades a todos los latinoamericanos.

Al fin y al cabo, era la primera vez en la historia de este hemisferio que el gobernante de una nación hispanoamericana asumía como leitmotiv combatir a Estados Unidos, a sus valores, a su organización política y al sistema de economía de mercado fundado en la empresa privada.

Venezuela en la mira

Lo que no pudo intuir Betancourt fue la intensidad del odio que esa fallida entrevista provocó en su interlocutor. Desde ese momento, y a lo largo de buena parte de la década de los sesentas, Fidel Castro hizo lo indecible por destruir la entonces incipiente democracia venezolana y reclutar al país para sus aventuras de conquista imperial al servicio de la URSS y para gloria de sí mismo como cabeza del Tercer Mundo insurgido contra Estados Unidos y contra los principios de Occidente. Él tenía el liderazgo y sabía cómo construir una hermética jaula comunista, pero le faltaban los enormes recursos con que contaba Venezuela.

Desde La Habana, con el objetivo de conquistar a Venezuela, “los cubanos” propiciaron la ruptura de la juventud de Acción Democrática, adiestraron y armaron guerrilleros, organizaron desembarcos en los que figuraron oficiales cubanos junto a castristas venezolanos, y se complotaron con militares de izquierda decididos a repetir en Venezuela el episodio de la lucha contra Batista, consistente en derrotar al ejército y establecer en el país una dictadura unipartidista de corte soviético.

El proyecto le fracasó a Castro por la voluntad de lucha de las Fuerzas Armadas venezolanas y por la decidida resistencia, primero de Rómulo Betancourt y luego de Raúl Leoni. Así que le tocó a Rafael Caldera, tercer presidente de la democracia venezolana, tras la derrota total de la insurrección comunista, indultar a los presos políticos y ver cómo algunos ex guerrilleros se transformaron en verdaderos demócratas, como sucedió, entre otros, con el abogado Américo Martín.

En los setenta, ya convencidos de que la vía guerrillera no iba a funcionar en Venezuela, tras la reanudación de relaciones entre los dos países, Cuba inició una eficaz presencia diplomática enviando, primero, al oficial de la DGI Norberto Hernández Curbelo, y luego a Germán Sánchez Otero, quienes establecieron vínculos amistosos con numerosos personajes de la estructura de poder venezolana que nunca entendieron que aquellos cubanos amables eran los endurecidos representantes de una persistente dictadura que sólo esperaba el momento de saltar sobre la yugular de su valiosa presa.

No obstante, pese al grado de penetración en el país, la diplomacia cubana no fue capaz de detectar el intento del golpe de 1992 en Venezuela, punto de partida del teniente coronel Hugo Chávez en la vida política de su país, de manera que Fidel Castro fue de los primeros jefes de gobierno en solidarizarse con Carlos Andrés Pérez y criticar ácidamente a los golpistas, como demuestra el telegrama que se aún se conserva.

Sin embargo, en diciembre de 1994, Fidel Castro, disgustado porque Rafael Caldera, en su segundo mandato, comenzado en febrero de ese mismo año, se había reunido con el líder opositor Jorge Mas Canosa, invitó a Hugo Chávez, recién indultado, a dar una conferencia en la Universidad de La Habana, y le dio tratamiento de Jefe de Estado. (Contra el criterio, por cierto, de José Vicente Rangel, hombre cercano a Cuba, quien no cesaba de opinar que Chávez era, realmente, un fascista).

Y algo de eso había: en ese periodo de su vida, Hugo Chávez estaba bajo la influencia del peronista radical Norberto Ceresole, también ideólogo de Gadafi, pero, poco a poco, Fidel Castro fue persuadiendo a Chávez de que la solución de los problemas de América y del mundo no estaba en el galimatías fascista propuesto por el argentino, sino en la doctrina marxista y el modus operandi leninista.

A partir de esa primera reunión, Fidel Castro pensó que si Hugo Chávez llegaba al poder, con la bolsa de Venezuela él podría continuar la lucha contra el imperialismo yanqui y por la conquista del planeta, interrumpida tras el desmantelamiento del comunismo en Europa del Este y la desaparición de la URSS como consecuencia de la traición de Mijaíl Gorbachov a los ideales comunistas. De manera que puso al servicio del venezolano la considerable experiencia de los operadores políticos de la DGI cubana y del Departamento de América del Partido Comunista.

Finalmente, el 6 de diciembre de 1998, Hugo Chávez, con el auxilio del aparato cubano, que hasta le procuró grandes sumas de dinero, ganó las elecciones por un amplio margen, y en Cuba, secretamente, le prepararon una serie de charlas sobre cómo gobernar y mantenerse en el poder. Los conferenciantes estaban adscritos al Estado Mayor del Ejército cubano y al Ministerio del Interior.

Fidel, muy entusiasmado, porque veía los cielos abiertos con el triunfo de su amistoso discípulo, asistiría a algunas de las lecciones e, incluso, a él se debe el consejo a Chávez de que actuara rápidamente, desde la toma de posesión, y que calificara de “moribunda” la Constitución de 1961, algo que el venezolano tomó al pie de la letra cuando se juramentó para comenzar a gobernar el 2 de febrero de 1999.

En diciembre de ese mismo año sería aprobada la nueva Constitución que le abría la puerta a la reelección inmediata, cumpliéndose con ello el primer objetivo del “socialismo del siglo XXI”: prorrogar sine die la permanencia en el poder del líder de la revolución.

Chávez presidente y Fidel Castro como poder tras el trono

Chávez comenzó su mandato sometiéndose al consejo constante de Fidel Castro, a quien no tardó en ayudar copiosamente en el terreno económico. Sin embargo, la colaboración entre ambos países dio un salto cualitativo en abril del 2002, cuando las Fuerzas Armadas de Venezuela, en complicidad con factores políticos y con el establishment económico, le dieron un golpe militar y durante 72 horas estuvo fuera del poder.

Este no es el lugar para explicar lo que sucedió, pero casi milagrosamente Chávez recuperó la presidencia, y con ella la certeza de que muchos de sus compatriotas eran unos traidores, así que en el futuro sólo podía contar con la lealtad del gobierno cubano, y muy especialmente con la de Fidel Castro, quien durante esos tres días extremó sus maniobras para lograr que Chávez, primero, conservara la vida y, segundo, volviera a la jefatura del Estado.

Tras este episodio, cambió el vínculo entre los dos caudillos. Fidel adquirió un total control emocional e ideológico sobre Chávez, y se multiplicaron progresivamente las exacciones de dinero por parte de La Habana, ocultadas bajo el rubro de los servicios de profesionales de la medicina y de otras decenas de actividades comerciales convenientemente infladas, como, por ejemplo, el alquiler de perforadoras de petróleo que serían utilizadas en el lago Maracaibo.

El Comandante había encontrado una fuente casi inagotable de financiamiento y a un discípulo al que le podía entregar la dirección de la “lucha contra el imperialismo yanqui” –el objeto de su vida–, porque no confiaba demasiado en las condiciones intelectuales en su hermano Raúl Castro, aunque no ponía en duda su lealtad absoluta.

A partir de ese momento aumentó el delirio revolucionario de ambos caudillos y comenzaron a soñar con unir a ambas naciones, y hasta crearon unas comisiones de expertos juristas que estudiaron el modo de llevar a cabo la fusión.

En diciembre del 2005, el Dr. Carlos Lage, vicepresidente de la Isla, entonces gerente del desastre administrativo cubano, declaró que Cuba tenía dos presidentes, Fidel Castro y Hugo Chávez, mientras el ingeniero Felipe Pérez Roque, canciller cubano, dejó dicho en Caracas, en un discurso pronunciado en el teatro Teresa Carreño, que los dos países asumían el reto de dirigir la lucha planetaria por los trabajadores del mundo, ya que la Unión Soviética había traicionado ese objetivo.

Es a tenor de esas palabras y de ese inmenso compromiso que se explica el sistema de alianzas trenzado por ambos países bajo la dirección de Castro.

Chávez llevó de la mano por media América a su “hermano” Ahmadineyad –así le llamaba–, presidente de Irán, y trabó relaciones sólidas y oscuras con los narcoterroristas de las FARC y con grupos similares del Medio Oriente, con los que se congració sosteniendo posturas antisemitas y antiisraelíes.

Para Chávez, arrastrado a la lucha antinorteamericana de Fidel Castro, siguiendo la vieja receta soviética evidenciada en el Movimiento de los No-Alineados, en el que cabía todo, no le importaba pactar con una teocracia islámica, con Corea del Norte, con la dictadura bielorrusa de Aleksander Lukashenko, o con guerrilleros colombianos que dirigían y operaban un enorme cartel narco. Lo único que el tándem Cuba-Venezuela les exigía a sus socios políticos era que fuesen decididamente antiyanquis y asumieran un discurso antioccidental.

Sin embargo, las relaciones personales entre Fidel Castro y Hugo Chávez no eran tan buenas como creía el venezolano. Para Fidel, Chávez era un personaje vulgar y untuoso, un tipo “parejero” –se colocaba parejo al Comandante—a quien el cubano rechazaba en el plano humano, aunque sabía que la ayuda venezolana era vital para la subsistencia de la Isla.

Este juicio de Fidel no era nuevo. En el 2001, en Ciudad Bolívar, cuando la periodista venezolana Isa Dobles, su amiga, le preguntó a Castro cómo resistía a semejante patán, el Comandante, melancólicamente, le respondió: “por Cuba, Isa, yo estoy dispuesto a cualquier sacrificio”.

Sin embargo, desesperado por las constantes e insufribles llamadas de Chávez, por aquellos años Fidel Castro tomó una decisión radical: se lo quitó de encima el 90% de las veces.

Le comunicó a Chávez, todo lo amablemente de que era capaz, que, debido a lo delicado del momento, tendría que pasarle sus llamadas y vínculos a Carlos Lage y a Pérez Roque, con instrucciones de que lo atendieran con prontitud, ingrata tarea de la que ambos acabaron quejándose amargamente.

Como es notorio, a fines de julio de 2006, Fidel Castro enfermó gravemente con un ataque casi mortal de diverticulitis, aunque no murió, como sabemos, hasta noviembre de 2016, una década más tarde, legitimando el dictum español de que hay enfermos dotados con una mala salud de hierro. Irónicamente, Hugo Chávez feneció víctima de un cáncer antes que su mentor y amigo, supuestamente el 5 de marzo de 2013, sexagésimo aniversario de la muerte de Stalin.

Digo supuestamente porque hay razones para pensar que murió antes, aunque no se anunció su deceso porque previamente Cuba debía solucionar el grave asunto de la sucesión para poder garantizarse que la ayuda siguiera fluyendo de Caracas hacia La Habana.

El elegido para ocupar el trono fue Nicolás Maduro, y parece que fueron Raúl Castro y Lula da Silva los que convencieron a Chávez, ya cerca de la muerte, de que seleccionara como heredero a ese personaje torpe y grandullón que había pasado sin penas ni glorias por la Escuela de Cuadros del Partido Comunista de Cuba. Cualquiera le parecía mejor a los cubanos que Diosdado Cabello, a quien le correspondía ocupar el cargo de acuerdo con la Constitución bolivariana, pero de quien todos desconfiaban.

Raúl Castro entra en escena

Cuando Raúl Castro entra en escena a presidir a los cubanos (del 2006 al 2008 con carácter interino, pero a partir de ese año, de manera oficial y permanente), debía dividir sus responsabilidades con Lage y con Pérez Roque, pero Raúl, en el 2009, con la ayuda de los servicios de inteligencia, se las arregló para liquidar a sus dos rivales.

Ambos fueron condenados al ostracismo y a la indignidad, acusados de burlarse de Fidel Castro, pecado mayor en un régimen absolutamente caudillista como el cubano.

Raúl Castro, cinco años más joven, era totalmente diferente a Fidel, quien lo minus valoraba siempre y lo despreciaba a veces, pero una de las maneras que Raúl tenía de congraciarse con su hermano era ejerciendo la violencia con gran rigor. De ahí esa curiosa declaración de Fidel, en el año 59, en la que advertía que, si lo mataban, su hermano y ya entonces heredero, sería mucho peor, algo que, en cierto modo, era verdad.

Raúl, al contrario de lo que sucedía con Fidel, era un buen padre de familia, aunque carecía de densidad intelectual, lo que lo distanciaba de su hermano. Se sentía bien, en cambio, con los militares que lo rodeaban. Era un tipo organizado, y le gustaba hacer chistes procaces. Chistes de cuartel.

En Cuba, durante años, el poder se dividía entre fidelistas y raulistas, pero no a partes iguales. Los primeros tenían el control de la autoridad y seguían de cerca las iniciativas del Máximo Líder. Los segundos giraban en torno a las Fuerzas Armadas protegidos por el hermano “pequeño”.

No obstante, Raúl fue lentamente apoderándose de todo el aparato represivo, primero, en los años noventa, fagocitando al Ministerio del Interior, lleno de fidelistas, tras fusilar al general Arnaldo Ochoa y al coronel Tony de la Guardia, y apresar, poco después, al general José Abrantes, ex Ministro del Interior, quien murió sorpresivamente en la cárcel en lo que fue, a todas luces, una ejecución porque sabía demasiados secretos, especialmente los relacionados con el narcotráfico.

Pero el zarpazo final fue en el 2009: tras la salida de Lage y de Pérez Roque vinieron la desbandada del llamado Grupo de Apoyo al Comandante y de los personajes revoltosos que figuraban en lo que Fidel Castro llamaba la “Batalla de ideas”, un departamento de propaganda y agitación dotado de cuantiosos recursos que se dilapidaban insensiblemente.

A esas alturas de su vida, Raúl Castro tenía serias dudas sobre las iniciativas de su hermano, un personaje que nunca había rebasado la etapa de agitación revolucionaria de sus años universitarios, pero más inquietudes aún le producían el marxismo leninismo y ese loco proyecto de conquista planetaria iniciado entre Fidel y Chávez.

Raúl, tras ser un rusófilo consumado, abrumado por le experiencia, en la década de los ochenta había dejado de creer en el colectivismo marxista, y pidió que rápidamente le tradujeran del ruso el libro Perestroika de Gorbachov.

Posteriormente, el mundo ideológico se le vino al suelo tras la desaparición de la URSS y la comprobación de que el sistema no servía para otra cosa que para mantenerse en el poder a palo y tentetieso.

¿Por qué alguien que hacía años no creía en el comunismo, no respetaba lo más mínimo a Hugo Chávez, y le parecía un disparate dedicarse a batallar contra Estados Unidos, continuaba funcionando como si mantuviera las mismas ideas de su hermano?

Por algo que se puede calificar como “la inercia del poder”. Eso exactamente es lo que Raúl Castro quería decir cuando afirmaba que él “no había llegado a la presidencia para enterrar la revolución”. No se trataba de defender el curso ni los basamentos filosóficos de la revolución, sino de no enterrarla para morirse en paz consigo mismo.

Por supuesto: estaba demasiado anciano y cansado para bajarse del tigre. Era como esos fumadores inveterados que saben que el tabaco los está matando, pero se sienten muy viejos para dejarlo.

Conocía que la revolución había destrozado el aparato productivo, al extremo de que el país sólo se sostenía por recursos que venían del exterior, principalmente de Venezuela, pero no se sentía con fuerzas e imaginación para cortar por lo sano y revertir el proceso.

¿Qué pasará en Cuba si los venezolanos le ponen fin al chavismo, como cada día parece más probable?

Las consecuencias económicas serán terribles. Se reducirá aún más la ya mínima capacidad adquisitiva de los cubanos, volverán las restricciones alimentarias y los apagones, y el país volverá a estar como estuvo en la primera mitad de los años noventa, cuando desapareció la URSS y Cuba perdió súbitamente el mercado artificial, pero obligado, de Europa del Este.

Sin embargo, las peores consecuencias serán las políticas. Esta crisis económica coincidiría con el supuesto retiro de Raúl Castro en febrero de 2018, lo que significa el fin biológico de la generación que hizo la revolución.

Coincidiría, además, con la presidencia probablemente hostil de Donald Trump, y con el incierto destino de los miles de cubanos que están en Venezuela, cuyo regreso precipitado a la Isla sería un problema semejante al que se presentaría si muchos de ellos deciden quedarse en el país, como ya han hecho centenares de lo que en La Habana llaman desertores.

Más todavía: esa situación, materialmente desesperada y políticamente desmoralizante, iría pareja al descreimiento absoluto en el destino de una revolución que sólo les ha traído inconvenientes y dolores a los cubanos.

Aunque Raúl Castro pensaba que su función no sería enterrar un proceso en el que ya no creía, verá cómo sucede exactamente lo contrario. Si vive, verá el cambio. Y si le queda algo de la audacia y la decencia juvenil, no tratará de obstaculizarlo.

En todo caso, tras él, y tras la desaparición del chavismo, no vendrá el diluvio, sino la transición a la libertad de la mano de quienes ya no pueden creer en la revolución porque ésta ha fracasado intensamente y durante mucho tiempo. Demasiado tiempo.

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