Luego de un mes de masivas protestas pacíficas en todo el país, brutalmente reprimidas por los esbirros –tanto de las fuerzas “oficiales” como parapoliciales– de un régimen cuyos miembros siguen añadiendo negras cifras a su extensa lista de imperdonables –e imprescriptibles– crímenes de lesa humanidad, esta vez, nada menos, que la de más de treinta venezolanos, en su mayoría jóvenes, asesinados con el peor de los dolos, parece que por fin se ha generalizado y arraigado en mentes y corazones de bien el firme propósito de no volver a cometer el costosísimo error de retroceder, como tantas veces durante estos aciagos años de la hamponil era chavista, ante los desmanes –por decir lo menos– de quienes solo han logrado una nada admirable aunque sí increíble hazaña: la destrucción de una nación que, con bastante por hacer, mejorar y corregir –y con un pueblo en muchos aspectos aún inmaduro–, era, sin lugar a dudas, buen ejemplo para los países de la región y de otras latitudes, y no, como algunos insisten en afirmar –sobre todo cuando se refieren a la Venezuela del período comprendido entre principios de los ochenta y finales de los noventa del siglo XX–, algo igual o siquiera parecido a estos maltrechos retazos que muy poco servirán para esa futura reconstrucción patria cuyo elevadísimo precio no será otro que el de mares de sangre, sudor y lágrimas.
Pero para que la libertad pueda ser reconquistada por el grueso de la sociedad venezolana que hoy siente un profundo rechazo hacia aquella opresora nomenklatura que, pública e impúdicamente, se jacta de ser su más acérrima enemiga, debe esa ciudadanía ser capaz de, valga el término, innovar en su lucha, ya que lo que en cerca de dos décadas no ha permitido desmantelar la maquinaria de muerta construida por Chávez y aceitada por sus secuaces, muy difícilmente lo hará ahora.
Esto, huelga decir, no implica en modo alguno que lo diferencial deba ser, verbigracia, lo que pequeños grupos de infiltrados presentan como su “espontáneo” aporte a la causa democrática pero que en realidad es otra solapada siembra de criminalizadora violencia por parte del régimen, como esa reiterada quema de objetos en las principales vías de circulación de diversas ciudades que, además de servir a tan avieso propósito, obstaculiza las verdaderas acciones de pacífica protesta de la mencionada ciudadanía, sino que, con su mismo apego a la paz y un consciente fortalecimiento de los valores de los que las mejores obras proceden, está obligada esta a emprender una numerosa sucesión de acciones novedosas y de tal envergadura que sean capaces de paralizar a sus opresores y obligarlos a acatar sus soberanas decisiones.
Que nadie olvide que no es precisamente a dechados de virtudes a quienes se está enfrentando, aunque imposible es perder esto de vista con la más reciente escalada de tropelías de tan nociva ralea; una escalada dentro de la que la ilegal convocatoria de una asamblea nacional constituyente no es, de seguro, el último y peor de los abusos ya planeados.
Claro que, si así se lo propone, bien podría frustrarlos el pueblo venezolano.
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