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La revolución de los pantalones cortos

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Tocados en la epidermis por complejos de ancianidad política o por “machistas” –actualizo la expresión de mi admirada Soledad Morillo cuestionando la minusvalía que se le endosa a la hija del innombrable, alcalde menor de Caracas– quienes hacemos parte de las generaciones nacidas en el siglo XX arriesgamos debilitar y hasta frustrar la fuerza moral, el ejemplo de dignidad y coraje en la lucha por la libertad que libran nuestros muchachos en las calles de Venezuela.

Soy un convencido de que esta generación de la esperanza, nacida en los años previos al cierre del siglo XX y en los primeros del corriente, víctima del gran engaño del socialismo del siglo XXI y emergida con fuerza desde el Día de la Juventud de 2014, tiene en sus manos las llaves del porvenir. Salvo por traición de sus mayores no las soltará, en modo alguno. No cesará en su empeño por derrumbar los muros de tanquetas y doblegar a los sicarios de la narco-política militarizada.

Los jóvenes, con su imaginativa resistencia de pantalones cortos, nos dan una bofetada a todos, incluidos los gobiernos extranjeros quienes por acción u omisión aún guardan silencio o se descubren coludidos con esa cloaca de delincuentes que secuestra el andamiaje del poder venezolano. Nos sacan del letargo y expulsan de los terrenos en los que se adormecen los principios y pululan los Zapateros.

Al igual que ocurre con la generación de 1928, cuando los mayores toman bajo sus riendas la empresa de sacarnos de la dictadura larga, la de Juan Vicente Gómez, mediante un pacto en el que privan los cálculos propios para organizar la transición con los Dominici, los Smith, los Pocaterra, los Delgado, la de ahora como aquella y con sus mártires a cuestas ha dicho ¡basta!

La precedente y fundadora de nuestra democracia civil, pasados los años del fracaso de la invasión del Falke en 1929, donde muere baleado el estudiante Armando Zuloaga Blanco, encuentra como la actual su febrero propicio en 1936. Provoca, sin tutelas, las manifestaciones que obligan al general Eleazar López Contreras, sucesor de Gómez, a pedirles “calma y cordura”. Este suspende las garantías constitucionales y hasta prohíbe las reuniones de más tres personas. Han caído, como ahora, otros jóvenes más, con decenas de heridos y son muchos los presos. Pero la ola de indignación juvenil no se detiene. A su frente se pone, obligado por la circunstancia e interpretándola en su legitimidad, el mismo rector de la Universidad Central, Francisco Antonio Rísquez.

La destitución del represor, el gobernador Galavís, no les basta a los estudiantes, casi de pantalones cortos, pues sus padres les permiten alargarlos después de la mayoridad. Su tenacidad es puesta a prueba y no bajan la guardia frente al objetivo ético: abrirle sendero claro y firme a la democracia. El sacrificio de vidas muda en victoria. López se aviene y los jóvenes son quienes dialogan con él una salida. Y así nace el Programa de Febrero, que en su evolución partea los partidos y al término origina el voto universal, directo y secreto.

El “calma y cordura” que otra vez y de espaldas a la historia, como parece, algunos buscan esgrimir en esta hora agonal para la república, subestimando a nuestros muchachos y queriéndoles inhibir bajo la idea desnaturalizada de una guerra civil en ciernes, impone preguntemos sobre ¿cuál guerra civil? ¿La de los muchachos con su revolución de escudos y banderas a cuestas, protegiéndose de las balas de Nicolás Maduro y su ministro militar narcotraficante, cabeza de las policías y de los uniformados y paramilitares a su orden? ¿Guerra civil o mejor represión militar a la civilidad?

Los malos olores de un “no se qué” parecen cocinarse a fuego intenso, con Santos y mitras distantes. Llegan desde lejos y hasta la Venezuela sufriente, sobre las cenizas de Miguel Castillo Bracho y los otros 80 pantalones cortos caídos desde 2014 hasta ayer. Sus efluvios corren desde el Cono Sur y un mensaje de un resurrecto empresario invoca desde el norte otro entendimiento, a la manera de Obama y de Francisco: con Cuba, Colombia, y Estados Unidos como actores. Y aparece en la escena, otra vez, el Palacio de Nariño con sus asesores españoles a sueldo, amigos del sincretismo, del maridaje entre la decencia y el mal absoluto, para que haya transición a la medida y no una “guerra civil”: ¿Cuál guerra? ¿Entre los mismos revolucionarios verdaderos de pantalones cortos, acaso víctimas de la felonía, masacrados por el narco-madurismo?

Mi condiscípulo Edgar Cherubini Lecuna hace crónica, esta semana y en buena hora, sobre la caída del Muro de Berlín, cuando la lucidez de sus estadistas –Helmut Kohl en primer orden– les permite advertir el paso del Manto de Dios, que no se repite. Y todos se empinan por sobre la mediocridad y se agarran de él fuertemente, antes de que se les vaya de las manos. El momento se inicia cuando los mismos soldados, escaldados, deciden bajar la guardia y rompen el muro junto a su pueblo y con este las amarras del totalitarismo despótico y comunista.

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