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Las ratas y la impunidad

“No se entiende que la fiesta en el salón del poder continúe y que las ratas no sientan el imperativo impulso de abandonar el barco (…) Furor y sangre derramada; y el poderoso bailando sobre esa sangre derramada” 

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La presunción de que las ratas abandonan el barco en la inminencia de un naufragio no parece aplicarse en nuestro sufrido país: sobre el cuerpo moribundo de la nación en ruinas, la clase política en el poder, “enchufada”, forrada en dólares, acentúa la sonrisa cínica y dispone el pago de la música para continuar el baile.

Reciente caricatura de EDO muestra al presidente bailando sobre la sangre que cae de la franja roja de la bandera que cruza su pecho; el presidente baila sobre la sangre derramada ilustrando con contundencia nuestro más terrible presente.

¿Por qué no abandonan el barco si ya han amasado impresionantes propiedades y dólares en la danza de la corrupción? Una posible respuesta es sin duda que el poder que los ha hecho millonarios hasta la obscenidad les otorga, mientras esté en pie, el techo protector de la impunidad.

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Si algo es consustancial con la democracia, desde su fundación por los griegos y en sus siglos de historia en los horizontes de la modernidad, y más allá de sus limitaciones, su fragilidad y sus a veces terribles errores es la negación del absoluto del poder; la conversión del siervo en ciudadano, la conquista de sus derechos, los primeros de ellos, la vida, la salud y la alimentación, y la constitución de instituciones mediadoras entre el poder (el Estado) y la ciudadanía, bajo el principio de la ley, alcanzando así uno de sus principios fundamentales: el poder bajo la ley. En ese horizonte brotaron los principios éticos, el mundo interior y de metamorfosis de la subjetividad; y la búsqueda entrañablemente humana del conocimiento; brotó el árbol recio de la dignidad y la justicia del merecimiento.

Pero el poder no renuncia plenamente a su condición de absoluto, condición que hace del hombre un ser genuflexo: en el primer descuido vuelve por sus fueros y desata la peor de las pestes: el autoritarismo.

El autoritarismo, desatado, se hace más poderoso cada vez que respira y no se detiene en destruir con sus pezuñas toda institución mediadora y alimentarse de manera insaciable en la diaria mutilación de los derechos de la ciudadanía.

El poder sobre la ley que abre los boquetes de la corrupción y teje las mallas de acero de las complicidades.

Para alcanzar sus propósitos y desplegar su danza de mutilaciones, el poder desatado del autoritarismo renuncia a toda ética y a todo escrúpulo; y como lo enseñara Joseph Goebbels, jefe de propaganda de Hitler, hace del lenguaje su primer instrumento. El juego de la verdad y de la mentira en las sociedades abiertas se rige por la dinámica de tolerancia y perspectiva, por el imperativo categórico de los principios éticos y por el principio jurídico del establecimiento de la verdad. El autoritarismo anula toda tolerancia y perspectiva, rompe el equilibrio ético y jurídico de la verdad y la mentira e impone por medio de la malla ideológica la mentira como verdad.

La ideología como la imposición de una verdad por el poder.

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No es otro el cuadro de Venezuela en estas horas menguadas: la irrupción del autoritarismo con sus promesas de orden y felicidad, afirmándose primero poco a poco, luego de arrebatada manera, del lugar por encima de la ley, dejando de lado o anulando las instituciones en el momento en el que creaba otras paralelas y bajo absoluto control político; el posicionamiento de lo político sobre lo económico, lo social, lo cultural; el desplazamiento de la búsqueda del conocimiento y la excelencia por la servidumbre política (de allí, por ejemplo, el ahogo de las Universidades Nacionales y la creación de manera paralela de universidades de cartón piedra productoras de patentes de corso); la sustitución del trabajo competente y eficiente por las únicas credenciales del servilismo y la viveza política; la sustitución de la solidaridad por la delación; la eliminación de las contralorías constitucionales e instalación de la corrupción como práctica política; el secuestro del país por parte de los enchufados que aniquilan los derechos fundamentales a la alimentación y a la salud, de allí las cifras alarmantes del número de muertos por falta de medicina y el espanto del hambre en grandes sectores de la población a distancia de los manjares en el salón de los socialistas y poderosos.

Y,  en medio, la edificación de la mentira.

Mentira que al parecer se creen los propios oficiantes, siendo este uno de los logros de la ideología, de otro modo no se entiende que la fiesta en el salón del poder continúe y que las ratas no sientan el imperativo impulso de abandonar el barco; mientras se multiplica con fuerza la resistencia, la protesta en la calle enfrentando la desmedida represión. En medio la edificación de la mentira, acompañada con la sonrisa del cinismo pues como podríamos decir tomando en préstamo palabras de Alicia, jamás hemos visto corrupción sin sonrisa; y el adjetivo que igual sirve para crear una falsa épica que para el insulto desmedido y soez.

Furor y sangre derramada; y el poderoso bailando sobre esa sangre derramada.

Y en el humo de las lacrimógenas, frente a la tanqueta nuevecita, de estreno, que ha sustituido a los caballos de los ejércitos libertadores de la guerra de Independencia, frente a ese caballo glorioso de las gloriosas fuerzas armadas, herederas de la heroicidad de Bolívar y Sucre, una mujer se detiene con un resplandor de coraje y dignidad; se detiene por un instante pues esa tanqueta u otra, regresará para luego no detenerse y, de manera heroica, pasarle por encima a un estudiante y, como a muchos otros, quitarle la vida.

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En las sociedades abiertas, donde el poder está debajo de la ley, el Estado, centro del poder político, se achica y es garante de los derechos de la ciudadanía; se convierte en Estado protector. El autoritarismo, por el contrario, hace crecer desmesuradamente al Estado que se alimenta entonces de las entrañas de los derechos de la ciudadanía instalando en el lugar del Estado protector al Estado criminal.

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