Venezuela es, para bien y para mal, el laboratorio de tensiones hemisféricas y globales que habrán de resolverse haciendo privar las reglas universales de la moral o la decencia humana –patrimonio intelectual del Occidente, incluso hasta para quienes suponen que Dios ha muerto– o enterrándolas en el altar del relativismo, donde todo cabe y vale, al sobreponerse la muerte definitiva de Dios, en línea con Nietzsche. En esa estamos.
Desde la Asamblea Nacional se impulsa una transición hacia la democracia que implica un gobierno parlamentario, como en 1811, y muestra lo esencial e inédito: La oposición, ahora gobierno legítimo, avanza hacia la conquista de la libertad y lo hace en medio de una usurpación criminal de su poder, sobre la base de una estrategia ajena a la improvisación. Enfrenta dos grandes obstáculos que la retrasan o se lo impiden: la invasión militar extranjera cubana, en colusión con grupos narcoterroristas, y la canibalización de su territorio por parte de estos y los negociantes globales de minerales estratégicos, rusos, chinos y hasta el Hezbolá.
La Asamblea General de la ONU, en tesis ratificada por el Consejo de Seguridad, desde atrás ha revisado la idea de la soberanía para adecuarla al orden público internacional y arbitrar entuertos como el de Venezuela. Demanda entender aquella, incluso, como deber y obligación del Estado, la de proteger, no más como un cerco de impunidad. Es la soberanía, adecuadamente comprendida así, un derecho condicional, sujeto, entre otras obligaciones, al respeto por cada Estado de los derechos humanos y, de suyo, las reglas de la democracia.
Es la violación de esa soberanía, desde adentro y por los obligados a asegurarla en sus finalidades, o en colusión con fuerzas extranjeras, lo que moviliza, al término y subsidiariamente, la llamada responsabilidad colectiva e internacional de protección, reacción, y reconstrucción en beneficio de las víctimas.
Esa línea de interpretación, en cuanto a la soberanía como deber, la inaugura la OEA con el caso de Nicaragua en 1979 y cristaliza como principio en la ONU, casi tres décadas más tarde, con la llamada Responsabilidad de Proteger (R2P), en 2005. En aquella época la aplauden ardorosos, como conquista, los actuales socialistas del siglo XXI, pues se trataba de ponerle fin al régimen de los Somoza.
Dos perspectivas acerca del R2P, en su fase de reacción –la que plantea tesis encontradas para su realización– se discuten aún sobre la mesa internacional. Una, la adoptada por la Asamblea de la ONU, que acepta la intervención legítima con fines humanitarios solo dentro de los cánones ortodoxos de la Carta de San Francisco, es decir, reenviándola al Consejo de Seguridad; y la otra, la planteada por la ICIIS (Comisión Nacional sobre Intervención y Soberanía de los Estados), fuente de la primera, que afirma, de lege ferenda, “la responsabilidad internacional colectiva de proteger” incluso si se paraliza la acción protectora del Consejo de Seguridad con sus vetos. La resolución Unión Pro-Paz 377, de 1950, es un antecedente.
Sin embargo, un aspecto crítico cabe considerar a la luz de la mencionada reinterpretación de la soberanía de los Estados y el R2P, pues las consideraciones fácticas anteriores, las venezolanas, muestran un ángulo distinto que obliga a un replanteamiento audaz desde la óptica del derecho internacional y constitucional; que sea capaz de romper con las manipulaciones de quienes hoy denuncian intervenciones militares imperiales o atentados al principio de la no intervención.
Es el mismo Estado y sus poderes constituidos los que están siendo secuestrados e intervenidos para la ejecución, a través de su andamiaje, de crímenes trasnacionales y por una novedosa razón de Estado: la del Estado criminal, mafioso, que relaja las mismas reglas del derecho y las descontextualiza, jugando con las fronteras y los límites soberanos a conveniencia.
Desde el tiempo de las guerras o intervenciones militares localizadas, estadales, unas veces con propósitos territoriales o de expansión, o de mera agresión o como respuesta a agresiones de terceros Estados, ahora se vive en medio de una lucha de y contra las fuerzas del terrorismo y la criminalidad organizados, que actúan con impunidad, asociadas criminalmente, con efectos trasnacionales.
Los delincuentes se sientan en las escribanías de los Estados para delinquir desde ellas, sin pudor. Usan y abusan de los resortes de la globalización. Deliberan en el territorio del Estado soberano que han secuestrado y lo hacen con las leyes y los tratados en la mano. Organizan y deciden desde este sobre sus crímenes trasnacionales y a la vista de todos, y con jueces a su servicio purifican sus delitos e ilegalidades, blindándolos luego tras el manto de la soberanía. Venezuela es el emblema.
¿Cabe, entonces, el debate novedoso sobre la intervención humanitaria o la Responsabilidad de Proteger (R2P), vinculados a la no intervención y la soberanía territorial, y sujeto aquel a una racionalidad política, ante agresiones criminales deslocalizadas, propias de una racionalidad típicamente policial y delictiva?
¿Cómo enfrentar, es la pregunta, a terroristas y narcotraficantes o tratantes de personas, que se desplazan por los espacios globales para ejecutar sus crímenes transfronterizos y luego se atrincheran tras los muros de un Estado narco o criminal?
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