Hace 2.000 años, cuando la seda era el producto estrella de los mercados, la ruta de los buques que la transportaban fue un espacio de acción comercial que conectaba a China, el único productor, con Mongolia, el subcontinente indio, Persia, Arabia, Siria, Turquía, Europa y África. La Nueva Ruta de la Seda, el proyecto emblemático del gobierno de Xi Jinping formulado en 2013, y el que labrará su nombre en la historia de las relaciones externas de China, es, en la realidad, un gigantesco fondo de recursos financieros para ser invertido en obras de infraestructura en el mundo entero.
Como una inmensa telaraña, la nueva ruta tiene un espectro de acción bastante más amplio y tiene como propósito final conectar eficientemente al país asiático con Europa, Medio Oriente, África y América Latina con la finalidad de generar, a través de la interacción entre los países, una inmensa y poderosa área de influencia china en prácticamente todo el globo terráqueo.
En nuestra área geográfica latinoamericana la tentacularidad china se inició bastante antes de la formulación de este proyecto y revestía, antes de 2013, la forma de un creciente y masivo comercio de exportación con algunos de nuestros países, al igual que adquiría la forma de importantes inversiones bilaterales en proyectos de interés común con el país receptor. 150.000 millones de dólares en poco más de una década.
El entramado de relaciones que se ha creado entre China y países del entorno geográfico nuestro, como Perú, Ecuador, Argentina, Chile. Uruguay, Bolivia, Costa Rica, Cuba y Venezuela no es deleznable y lo propio es considerar que el país asiático ha estado construyendo esta área de influencia estratégica y geopolítica de gran envergadura de manera planificada. Lo novedoso del asunto es que, en el presente, ya el gobierno chino admite de manera explícita su interés y su intención de estrechar sus lazos con áreas pujantes como las que existen en todo el continente nuestro y hasta anuncia los montos que pudiera estar interesado en destinar a este propósito. Para esta hora son ya 115, según el gobierno de Pekín, los países que han manifestado su respaldo a la iniciativa.
Pero mientras cada día que pasa las naciones del mundo encuentran más ventajas en aliarse a China para conseguir un beneficio financiero, la crítica norteamericana se vuelve más ácida en torno a ella. El presidente Trump parecería haber instruido a sus más connotados representantes y voceros para torpedear lo que se considera una abierta incursión en lo que, hasta nuestros días, ha sido un área estratégica de influencia de Norteamérica.
No cabe duda de que el financiamiento de proyectos como puentes, ferrocarriles, carreteras, aeropuertos y otras obras de infraestructura comporta un beneficio para los aportantes de fondos y sería necio creer que se trata de iniciativas filantrópicas. La meta no es solo la de expandir el comercio sino de generar un repago beneficioso para el prestamista. Nada más justo. Tampoco es equivocado aspirar a compartir liderazgos con otras potencias.
Estados Unidos, sin embargo, no termina de digerir que el mandatario chino, Xi Jinping, haya verbalizado un nuevo llamado el sábado pasado para que más países se unan al vasto proyecto de infraestructuras de Pekín. Pareciera que un nuevo choque de trenes está por producirse en un horizonte temporal cercano.
Mike Pompeo acaba de calificar estos flujos de dinero para las naciones al sur del Río Grande como “préstamos corrosivos”.
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