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Saturno devora a sus hijos

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Contemplo una obra frente la cual parece que sobran las palabras, pertenece a la colección de Pinturas Negras que Goya produjo en las paredes de La quinta del Sordo, vivienda que adquirió hacia 1819. Es una de las obras más impactantes, no ya de toda su creación, sino de toda la pintura universal y el paradigma de como la decrepitud del alma influye en las acciones y decisiones del hombre. Mirando esta terrible pintura de Goya, me represento a la Venezuela de hoy: un presidente saturnino, que desgarra, con sus colmillos rojos a nuestros hijos inermes, que los asfixia con gases tóxicos, que derrama su sangre e, impávido, la ve chorrear por la calles, o coagularse en un calabozo inmundo. Dice: es una verdad con fundamento que no existe el movimiento, como afirmaba Zenón de Elea hace 2500 años. Cree que es el Único, que nació de un big bang que se expande sin fin. Soy el Universo, dice. Soy eterno, dice. Se hace mi voluntad, dice. En Cielo y Tierra, dice.

El hermoso y terrible cuadro de Goya pinta un mito. Se nos representa a Saturno, dios romano de la agricultura y la cosecha, cuyo homónimo era el griego Cronos, el joven dios rey. Se representaba empuñando una hoz o guadaña, instrumento de la muerte que concretamente fue usado por Cronos para castrar a su padre Urano y así destronarlo. Más tarde, supo que sufriría el mismo destino que su padre y, para evitar correr la misma suerte, decidió devorar, uno tras otro y en cuanto nacieran, a sus vástagos. Y efectivamente, como no podía ser de otra manera, Zeus, su sexto hijo, que había sido puesto a salvo secretamente por su madre en la isla de Creta, cumplió el destino.

Es obvio que Goya no se limita solamente a representar el mito griego. Va más allá y nos muestra una alegoría de cómo el paso del tiempo corrompe todo a su paso, implacablemente. Saturno, alejado de la imagen que podríamos preconcebir de un dios, es un monstruo deforme de grandes dimensiones, con los ojos saltones y desalmados. La escena surge de la oscuridad, parece como si la luz solo existiera para alumbrar tal suceso, cargada de una violencia explícita que sobrecoge. No hay más que fijarse en cómo clava los dedos desgarrando el cuerpo ya inerte de su hijo y a grandes bocados lo muerde, en lo que parece ser el súmmum de la brutalidad.

La paleta usa una reducida gama de colores, aquí pálida para una mejor identificación con un personaje viejo y decrépito, casi esquelético. Es bueno saber, para una mejor comprensión del cuadro, que Goya lo pintó a una edad bastante avanzada, ya sordo. Razón esta última por la cual se ha llegado a decir que la imagen es un símbolo del rey Fernando VII tragándose a su pueblo.

Saturnino Maduro ha convocado a una Constituyente. Dice que leyó la Constitución, pero no entendió nada. Porque es el pueblo, no un hombre, el que tiene que decir si con unas bases comiciales quiere implantar una monarquía. O la forma de gobierno que desee. Maduro pienso en “Yo, Maduro rey”. El monarca que se traga al pueblo, que no es su pueblo. Según Borges, Emile Faguet escribió:” Si uno se obstina en leer desde el punto de vista de un hombre que lee sin entender, en muy poco tiempo se logra no entender absolutamente nada y ser obtuso por cuenta propia”.

Detonaciones, gases picantes y aullidos entran por mis rendijas. Son ellos, los predadores de Maduro y sus esbirros. Desde el fondo del infierno, Joseph Roth canta esta salmodia que yo arreglo pero conservo el hueso: te niego, Único monarca, porque estoy en presencia tuya. Ya que te veo y te oigo, tengo que hacer algo peor que negarte: ¡tengo que blasfemar de ti! En tu insensatez, sólo vez hombres chatos, sumisos, soportando golpes en tu nombre, dejas que las balas penetren en su cuerpo y les produzcan la muerte o purulentas heridas, atraviesas su corazón con bayonetas de tres filos.

Escuchas los gritos y el dolor se hacer carne. Tu rostro de piedra debería crisparse. Pero no, fiestas diarias, soleadas o lluviosas, enmarcan el pobre esplendor de tus horribles semanas. Pones en el camino leyes como zarzas, traicioneros zarzales que hincas en sus pies. Otros a quien tú amas, obedeces y alimentas, tienen permiso para azotarnos. Ellos les eximes de las leyes y los sacrificios. ¿Por qué no me dejaste alimentar a los pajarillos? Sí, soy un pecador. Yo quiero y puedo negarte. Pero estás ahí. Único. No quiero tu misericordia. Mándame al infierno. Giovanni Papini, el viejo escritor toscano, afirmó que el diablo rescatará al condenado mediante un acto de amor.

Ese es el amor que enciende nuestras calles. Esa es la tiniebla que, convenientemente, iluminará otra tiniebla: del amor a la libertad.

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