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Una empinada cuesta: pacificar

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De acuerdo con informaciones que circulan oficialmente y ratificadas por serias investigaciones periodísticas, existe en Colombia un contingente numeroso de  efectivos de las FARC que sí han conseguido reinsertarse en la vida civil luego de haber dejado las armas de manera voluntaria. Muchos de estos guerrilleros pacificados habrían conseguido o bien vivir en los asentamientos permanentes que mantiene el Estado para facilitar su vuelta a una existencia productiva, o iniciar actividades independientes por su cuenta, las que estarían divorciadas, por entero, de la violencia subversiva o de los negocios y tareas delictivas que se habían convertido en su día a día en las zonas selváticas del país y al margen de la civilidad. Estamos hablando de un grupo humano superior en número a las 13.000 personas.

Hay dentro de la geografía vecina 24 espacios territoriales formales de capacitación y de reincorporación, los llamados ETRC, establecidos a este fin por la administración central. Se trata de pequeñas “aldeas de paz” en las que se agrupan centenares de ex guerrilleros y, con la ayuda, tanto de las comunidades vecinas como de la Iglesia y del gobierno, se organizan para proveerse de servicios de alojamiento, salud, agua, electricidad, acueducto, sanitarios, aulas para la formación de los jóvenes y, a la vez, se generan ingresos para su sustento a través de la promoción de actividades como el agro, la piscicultura o el turismo. Con ello intentan poner fin a la vida nómada y violenta que habían escogido en el pasado, de manera voluntaria o forzada.Para evitar el desarraigo que representaría la vida en las ciudades, los antiguos alzados en armas consiguen ubicar estos asentamientos en lugares geográficos cercanos adonde les había tocado combatir. Las iniciativas  productivas son siempre de carácter colectivo y en su formación ha estado colaborando activamente el Estado colombiano, el que, a la vez, les provee pequeñas cantidades de dinero para la manutención individual de cada familia.

Esto pareciera un cuento de hadas difícil de entender para quien conoce el género de actividad que los ocupaba en el pasado y he aquí uno de los lados positivos de los acuerdos de paz. También es una de las más empinadas cuestas que Iván Duque se haya trazado alcanzar dentro de su mandato. Que en los mercados de Florencia, Bogotá y Pitalito se hayan vendido, en el segundo semestre del año pasado, 200 toneladas de piña proveniente de las actividades de labriegos que militaron en las filas de las FARC es, por decir lo menos, asombroso.

El caso es que el gobierno del presidente Duque acaba de tomar la decisión de emitir un decreto que extiende la vida de estos centros ECTR –fueron diseñados para la transitoriedad– además de mantenerles la renta básica, el suministro de alimentos y el impulso de proyectos productivos.

Este gobierno, no obstante, debe ir más lejos aún. Los nuevos campesinos pasan dificultades serias al no gozar de la propiedad de sus tierras. Es imprescindible garantizarles espacios a los ex combatientes de manera que ello estimule el desarrollo de nuevos proyectos productivos. Este obstáculo ha provocado que más de tres cuartas partes de los pacificados no emprendan una iniciativa propia. Pero hay que aplaudir que ya existan cerca de 250 iniciativas en marcha.

El tema presenta escollos, aunque no es una novedad. La entrega de tierras en Colombia se ha dado ya en épocas de pacificación, como ocurrió con ocasión de la desmovilización de las Autodefensas. En el año 2005 inmensas porciones de territorio fueron asignadas a quienes abandonaron las armas. La principal arista en esta ocasión es, igualmente, hacer pasar de primeros en la fila a quienes sembraron al país de dolor y de sangre, los antiguos miembros de las FARC. Porque es que existen en Colombia cerca de 800.000 familias de bien esperando por una parcela de tierra para ser explotada.

 

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