Apóyanos

La historia del cementerio de niños que descubrieron en Cartagena

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

¿Sabía usted que, en tiempos de la colonia española, en Cartagena había un cementerio exclusivo para niños?

Solo ahora ha venido a descubrirse esa historia, cuando ya la venerable ciudad amurallada está a punto de cumplir 500 años de fundada.

El insólito hallazgo fue posible gracias a las obras que se realizan en este momento para construir un hotel monumental en el propio corazón de las tradiciones más antiguas, frente al centro de convenciones, junto a la bahía de las Ánimas, que es por donde salen a pasear los muertos en la noche.

Para ser exactos, y no darle más vueltas al asunto, el cementerio infantil fue encontrado de manera sorpresiva en la huerta del patio trasero del Convento de San Francisco, de fachada roja y blanca, entre la iglesia de la Tercera Orden y las viejas salas de cine, donde comienza el barrio de Getsemaní. Para que el convento forme parte del hotel, y conserve su vieja y hermosa arquitectura, decidieron que debía ser reconstruido cuidadosamente.

Entonces contrataron a un equipo de arqueólogos, antropólogos, historiadores y expertos en documentos antiguos. Al frente del grupo de trabajo se encuentra Monika Therrien, nacida en Washington, criada en Panamá, Perú, Santo Domingo y Colombia, con un hermoso acento boyacense en la voz.

—Mi padre era un banquero de origen francés canadiense que andaba abriendo sucursales por toda América Latina. Mi abuela era irlandesa. Y mi madre era sueca —comenta.

Después de tantas romerías, les encantó Bogotá y resolvieron quedarse cuando Therrien tenía apenas 10 años. Desde entonces es colombiana, como también lo son su marido y sus dos hijos.

—Yo quería ser antropóloga y mi padre insistía en que estudiara en Estados Unidos. «Pero, si voy a trabajar en Colombia debo estudiar en Colombia», le dije.

Así fue. Se graduó en la Universidad de los Andes y en la Nacional de Bogotá, con énfasis en Arqueología e hizo una maestría en Historia.

Rumbo a Cartagena

Sus primeros trabajos se relacionaban con temas que la habían cautivado toda la vida, como es el caso de los indígenas muiscas, que antes de la llegada de los españoles vivían en el altiplano que va de Cundinamarca a Boyacá.

Therrien dice que una pregunta comenzó a rondarle en la cabeza: ¿qué pasó con los indios tras la colonización española y con la aparición de los esclavos africanos? ¿Qué se hicieron? En esas andaba, trabajando en el frío de los páramos bogotanos, cuando le cayó del cielo el sueño de todo historiador: una propuesta para trabajar en Cartagena.

Se puso a indagar sobre la verdadera historia de la primera catedral que existió en la emblemática ciudad de tradiciones y leyendas. También hizo investigaciones en los claustros de Santo Domingo y San Pedro Claver y en el Palacio de la Proclamación, que se llama así porque frente a él se arremolinó el pueblo para proclamar la independencia.

Todo siguió hasta el día en que aparecieron unos empresarios colombianos, asociados con hoteleros de los Estados Unidos, y comenzaron los trabajos para la obra majestuosa del Convento de San Francisco y las viejas salas de cine.

Frailes con espadas

En obras de gran envergadura, en lugares históricos, debe haber siempre un arqueólogo. Ojalá los colombianos aprendiéramos esa lección para no seguir destruyendo nuestro patrimonio más valioso.

Por eso mismo, precisamente, lo primero que hicieron los constructores del hotel fue contratar a Monika Therrien, como arqueólogo jefe, y a 20 compañeros. “La idea era evitar que se maltrataran joyas arqueológicas y reliquias históricas”, explica.

Tras los estudios iniciales, resolvieron que el camino indicado era restaurar lo que todavía queda del antiguo convento, conservando el valor y la forma original. Al lado del convento, pared con pared, está el templo de la Tercera Orden, que había sido la capilla colonial de la Armada española y hoy es la capilla de la Armada colombiana.
Therrien lo explica cuidadosamente:

—A Cartagena llegaron en aquella época dos comunidades religiosas, dominicos y franciscanos, que venían acompañando a conquistadores y colonos. Como hecho curioso, debo decir que hemos hallado pruebas de que aquellos sacerdotes andaban sudorosos, con sus sotanas gruesas, y llevaban al cinto la espada para defenderse de eventuales ataques de los indígenas.

«Que en paz descanse»

El propio rey de España era el que autorizaba a los religiosos para establecerse en Cartagena de manera formal y, además, les indicaba en qué lugar podían levantar sus claustros. De esa manera, hacia el año de 1555, la Orden Mendicante de San Francisco recibió permiso para iniciar la construcción de su convento. La ciudad tenía 22 años de fundada.

En esa época existía en el mundo hispánico, tanto en la propia España como en las colonias americanas, una costumbre realmente curiosa en la que vale la pena detenerse. Cada ciudad podía construir un solo cementerio laico, que siempre estaba situado en las afueras, y en el que solo se podían enterrar a los suicidas y a los asesinos.

—El resto de la gente, en cambio, tenía que ser sepultada en las iglesias. La idea era que se cumpliera literalmente la frase litúrgica que dice “Que en paz descanse”. Además, se pensaba que, si reposaban dentro del templo, los muertos estarían más cerca de Dios el día de la resurrección —agrega Therrien.

De modo que en el régimen colonial español era un mandato que los muertos debían ser enterrados en templos, iglesias, capillas de conventos. “Por eso desde que iniciamos nuestro trabajo sabíamos que en San Francisco íbamos a encontrar un rincón mortuorio. Pero desconocíamos lo que nos esperaba con las tumbas de los niños”, añade la antropóloga.

El hallazgo

En el patio trasero, detrás de la capilla, entre los árboles centenarios, empezaron las primeras excavaciones. La floresta es tan apacible y tranquila, tan relajante, que al principio los investigadores creyeron que ese había sido el refugio donde los frailes se reunían a leer por las tardes, a mediados del siglo XVII. Pero pronto comprendieron que en realidad se trataba de un cementerio.

—Nuestra perplejidad fue enorme al descubrir que era un cementerio para niños. Primero hallamos 25 osamentas. Varios de ellos habían sido enterrados al mismo tiempo. Debieron morir juntos, como víctimas de una epidemia. Trabaja con nosotros un bioarqueólogo que está precisando todos esos detalles.

—¿Y por qué solo niños? —le pregunto, atónito.

Entonces ella relata la historia completa.

—Empecemos por el principio. Ya mencioné que había un acuerdo entre la Iglesia y el gobierno español para que la gente fuera sepultada en los templos. El adulto cuya familia podía pagar la tumba era sepultado en el sector más importante, entre el altar y la nave central (mientras más cerca del altar, más costoso). Y los niños desde ahí hasta la puerta. Por eso es que los pisos de las iglesias de Cartagena están llenos de lápidas.

En la calle y en la huerta

La pregunta que me asaltó en ese momento era obvia.

—Y los muertos que no podían pagar, ¿para dónde cogían? —le pregunto a Therrien.

—Los enterraban en la calle. Al frente de cada iglesia española había una placita, llamada “atrio”, y allí los sepultaban.

Me quedé con la boca abierta. Pero también me puse a pensar: si podían ser enterrados en el piso de las iglesias, o, en el peor de los casos, en el suelo de los atrios, ¿por qué aquellos niños estaban sepultados entre los árboles del jardín, en el convento de San Francisco?

—Nosotros nos hicimos, intrigados, la misma pregunta —repuso—. Hasta que establecimos que en esa época la Iglesia recomendaba bautizar a los niños a los 7 años de edad. Al que muriera antes de esa edad, sin haber sido bautizado, no podían enterrarlo ni en el templo ni en la placita. Por eso crearon para ellos un cementerio especial, el de la huerta.

La hija de Zúñiga

En su trabajo, arduo y detenido, investigando de día y de noche, Therrien encontró una historia singular ocurrida en 1666, hace ya 353 años. En Cartagena murió una niña llamada Magdalena Zúñiga, que no había cumplido los 7 años. Por eso no autorizaron sepultarla en un templo. Su padre, Bernardo Zúñiga, había pagado de antemano todos los entierros de su familia, incluido el de la niña. Por eso, entabló una demanda ante la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá. Y ganó el pleito. Desde entonces se permitió enterrar niños dentro de los templos, aunque no hubiesen sido bautizados.

Volviendo a la actualidad, la antropóloga indica que, según los cálculos más juiciosos, esperan encontrar unos 600 esqueletos infantiles cuando concluyan las excavaciones en la huerta de San Francisco.

—¿Qué va a pasar con ellos?

—Serán trasladados al laboratorio de Bioarqueología de la Universidad del Norte, en Barranquilla, para continuar investigando sexo, edad, enfermedades de la época, su origen (si eran indígenas, europeos, negros, mestizos).

Epílogo

Ya se ha confirmado que son varios los cementerios de niños en Cartagena, algunos en las iglesias de Santo Domingo, Santa Clara, Santa Teresa y San Agustín.

Y a mí me sigue zumbando en la oreja una pregunta que me tiene perplejo. Quién sabe sobre cuántos esqueletos se sentará uno cada vez que llega a una placita y ocupa una mesa de cafetería al aire libre, cuando va cayendo el día, a la hora de la sobretarde en que se oculta el sol y aparecen los primeros vientecitos de la noche. Quién sabe cuántos…

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional