“La revolución es lo justo y posible y no lo utópico conveniente”. Alirio Ugarte Pelayo
Viniendo de una visita a varios estados del oriente de nuestro país, tropiezo con instalaciones de la Universidad de Oriente, abandonadas y saqueadas. Luego, un video nos muestra a unos muchachones tomando el rectorado de la UDO, en un gesto de autosuficiencia revolucionaria. Confieso que me afectó, a mí que nada, pensé, me afligiría ni sorprendería de esta horda de zafios; pero siempre pueden dejarnos perplejos, porque siempre se superan en eso de hacerse peores.
Meditando un poco, advierto, la dimensión de la destrucción a que se ha sometido Venezuela. No hay ninguna latitud social, económica, institucional, educativa, universitaria, sanitaria y de salud pública que no exhiba el rostro desfigurado. Nada fue economizado por el desastre chavista y eso tiene una impajaritable conclusión: el proyecto del difunto y sus epígonos, espalderos incluidos, naufragó estrepitosamente e insisto en considerar esta experiencia, la revolución de todos los fracasos.
La revolución chavista no completó ninguno de sus anunciados propósitos y ello se observa, al examinar el tránsito del pragmatismo que los fundió en el marasmo de su empalagosa mediocridad. Recibieron a uno de los Estados con mejor perfil macroeconómico del continente y dos décadas después desnudan una economía enana, acomplejada, demolida y cuasilisiada. No exagero y los números están allí para comprobarlo. El producto humano de la acción chavista es un lumpen sin futuro, condenado a la miseria y sin respeto por sí mismo. En el camino perdió casi todo, pero esencialmente lo conminan a vivir de la dádiva pública y asumir una existencia o más bien una sobrevivencia que desdice de su condición humana.
¿Qué le pasó a la revolución bonita? Es bueno recordar ab initio que una revolución persigue un cambio de lo que hay, por lo que debería ocupar su lugar. Supone entonces dos etapas: una que desmonta un orden normativo, una institucionalidad y especialmente un referente axiológico que suele apuntar al genuino destinatario de la acción telúrica emprendida; el ser humano al que convierten en el proyecto dentro del programa. Cambiarlo a él, al hombre, para mejorarlo, emanciparlo, sostenerlo en su natural desenlace, suele ser, la poesía del discurso revolucionario y así fue en Francia, Estados Unidos de América, pero, también en Holanda e Inglaterra y lo presentaron como tal, las revoluciones ideologizadas de la URSS, Corea, China, Cuba, entre otras más. En todos los procesos mencionados distinguimos, entre otros, un elemento que cabe destacar. La revolución es básicamente una empresa moral. Fracasará si deja de ser una propuesta que reivindique la ética en la libertad.
La segunda etapa consiste en erigir un orden nuevo, una estructura de poder, otro cuerpo jurídico, y claro, alumbrar el engendro, el nuevo actor social, ver nacer y desarrollarse al vástago de la sociedad emergente, impregnado de la entidad deontológica que el discurso postula.
En la historia de la revolución norteamericana privó la libertad y además, construir una república para distinguirla de una democracia, a secas. En Francia de su lado, para bien o para mal, partió la ola queriendo llegar a las playas de la libertad, pero se desvió también hacia la igualdad y el morbo apareció para confundir y comprometerlo todo. En Cuba, la rectitud nunca estuvo a la disposición de la gente. Allí se completó el más totalizante capítulo, crudo y brutal, para edificar una oligarquía en la cual la mentira y la versión oficial pretendió y pretende, sustentar una camarilla. La Nueva Trova Cubana desnuda lo que debe decirse, repetirse, cantarse, pero atrás, en la realidad cotidiana, lo que importa no es el hombre sino quienes manejan ese botín del poder, omnímodo e irresponsable. El alma del pueblo cubano fue secuestrada por los Castro, pero ya se liberará.
China se quitó de encima, para saltar el muro de la pobreza y del atraso al socialismo en su sección económica; aunque, con el cinismo propio de los camaradas comunistas del partido, conservó para sí el poder formal y lo que no es para sorprender, evade la democracia y se sustenta en una suerte de oligarquizacion. Ya veremos cuánto dura esa circunstancialidad.
Pero, volviendo a nuestros predios, digamos que la tal revolución chavista se fue quedando sin moral y el poder es peligroso, seduce, fascina, confunde, posee y también despoja de todo aquello que lo limita. El sesgo del poder está en su ADN, es el poder mismo. Algunos teóricos lo consideran demoníaco y por allí se marcó el destino histórico de la hórrida, inescrupulosa, artera, traidora y fracasada experiencia chavista. Una revolución trae consigo todas las tentaciones y es menester educarla, limitarla, disciplinarla.
Pero además de esa secuencia, inmoral y amoral que inficionó de personalismo, concupiscencia, frivolidad al proceso chavista se llegó a dos de los trazos mas deletéreos, que son la impunidad y la irresponsabilidad.
En efecto; la regla de la rendición de cuentas es desde Grecia, Roma y el origen de la república, una piedra de esa edificación. El control del poder es la respuesta social, política, institucional y moral no solo de cualquier revolución sino de la sistematización de los valores del hombre llamados a ser preservados por la arquitectura de la modernidad. Marsilio de Padua, Locke y Pufendorf y antes Aristóteles, pero especialmente Montesquieu, hicieron el hallazgo y de ellos destiló el argumento de acuerdo según el cual el poder sin control es abusivo y con Lord Acton en escena resumimos así. “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Al crimen macroeconómico, al ecológico del arco minero, al asesinato de la soberanía con chinos, rusos, cubanos, iraníes y turcos haciéndole el trabajo al chavismo madurismo y expoliando al Estado chavista electorero y militar, al saqueo y aniquilamiento de Pdvsa, al homicidio que diezmó y diezma a decenas de miles de compatriotas por conchupancia con el hampa, al hurto sistemático de las riquezas naturales se le agregan, el desarraigo y el empujón hacia la aventura y la incertidumbre de millones de conciudadanos y, todo género de transgresiones constitucionales y legales que incluyen el diario apuñalamiento de la justicia, convertida en socia del infractor revolucionario que lo puede todo, que se lo permite sin exagerar todo a placer y sin consecuencias. La más absoluta impunidad es el legado de esta calamitosa vivencia. Por eso la patria agoniza realmente.
¡La revolución chavista abortó! Logró sin embargo, levantar un Estado que se convirtió en un negocio de un segmento de la oficialidad mientras la tropa recibe un rancho miserable. Detrás de la fachada civil hay un puño de hierro que se adueñó de la economía pública dentro y fuera de la legalidad. Un Estado amoral, repito, irresponsable y vicioso de su impunidad que se sostiene en las armas y en el cobarde cinismo de sus detentadores.
Un síndrome de inmunodeficiencia adquirido es el diagnóstico que se confirma en el disfuncional aparato público. El producto de esta hecatombe chavista es el venezolano que deambula precario por el mundo, errante compulsivo y patéticamente triste o aquel otro que languidece en Venezuela sin esperanza y al que hay que ganar para que supere la resignación y asuma por su propia dignidad otros peligros, como el de recuperar su libertad, su dignidad.
El auténtico constituyente legítimo y originario revolucionario es ese pueblo que se bate por superar esa situación, vencer a ese poder ahíto de todas las ilegitimidades, entreguista, incompetente, fallido, distorsionado, forajido. Debe subsistir ese contingente ciudadano, mantenerse, soportar, resistir y persistir para no devenir fatalmente nuestro lar, en otra Cuba más.
De la revolución chavista solo queda la pesadilla, la ruindad, el cataclismo y más temprano que tarde, el recuerdo de cómo la mentira, la demagogia, el populismo, el militarismo pueden estrellar la patria impulsada por la falta de escrúpulos y la irresponsabilidad de su dirigencia. “De los resentidos líbrame Dios, que de los otros problemas me libro yo”.
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