No hay nada más atrayente que ser protagonista de sucesos que parecen importantes, así sean calamitosos. ¿No nos ufanamos de nuestras desgracias acarreadas por el chavismo porque nos colocan en el centro de una gran escena, como si fueran asuntos dignos de enaltecimiento que nos dan un lugar excepcional en la historia? Quizá eso nos suceda a los venezolanos de la actualidad, cuando nos presentamos como mártires de una tragedia inenarrable de la que no podemos salir porque sus golpes nos quitan la fuerzas y en cuyo fondo nos regodeamos porque nos ponen en el centro de algo, en la cima de un proceso digno de atención, como si no cayéramos así en conductas absurdas que nos conducen a la inacción. Pero debemos salir de la insólita y necia pretensión, porque peor la pasaron centenares de miles de venezolanos del pasado que terminaron por levantar cabeza para quitarnos la ilusión de ser las víctimas más victimizadas de todos los tiempos. Aunque tal vez no la reputación de las más incompetentes.
La pasaron peor nuestros antepasados de la Independencia, época cruenta que no solo acabó con la vida de millares de seres humanos ricos y pobres, libres y esclavos, sino también con propiedades opulentas y modestas, con costumbres y valores encarecidos en medio de un conflicto promovido por un mínimo sector de la sociedad. La Independencia acabó con el paraíso del café y del cacao, con un entendimiento encarecido de la vida y con hábitos pacíficos y llevaderos para meter a la gente en un sumidero de oscura profundidad. «Nada es de lo que fue», escribió Bolívar sobre el panorama que observó desde su cabalgadura, pero los sobrevivientes no solo se las arreglaron para reconstruir sus formas de convivencia sino también para mejorarla con creces. Sin ayuda internacional, sin consejeros foráneos, gracias a sus esfuerzos modestos y tesoneros, después del holocausto fabricaron una república moderna y pulcra que llegó a ser un paradigma entre los republicanismos hispanoamericanos de la primera mitad del siglo XIX.
La pasaron peor nuestros antepasados de la Guerra Federal, inmolados en una contienda que quemó las cosechas, asoló las haciendas, abjuró del pasado recientemente reconstruido y bañó en sangre a un mapa conmovido por la crueldad y la sevicia. Fue un conjunto de batallas innecesarias y perniciosas que no debieron suceder jamás porque nos han conducido a un abismo apocalíptico, escribió un célebre liberal de la época, partidario de los federales, Ricardo Becerra. Pero, terminado el conflicto y apenas en proceso de sanación las heridas, los hombres de entonces salieron del agujero que ellos mismos habían abierto para llegar a procesos de concertación, de modernización y de innovación cultural gracias a los cuales se llegó con esperanzas al siglo XX, o con ideas para hacer mejor la nación que sería. Los hombres de entonces se miraron en el espejo de los tormentos llevados a cabo por ellos mismos y se atrevieron a abrir senderos prometedores, arduos pero capaces de ponerlos a soñar con un futuro enaltecedor.
La pasaron peor los antepasados del período gomecista, desde luego. ¿No fueron prisioneros de una tiniebla generalizada, de una negación de los valores del republicanismo anunciados desde el comienzo de la república? ¿No padecieron el abandono de la educación que se les escamoteaba, de la comida que se le suministraba a cuentagotas, las torturas y las ergástulas de un territorio que entonces fue considerado como la vergüenza de América? ¿No pasaron la pena de ser gobernados durante veintisiete oscuros años por un sujeto mediocre, frío como el hielo, sanguinario y ladrón, a quien se respetaba y adulaba como salvador del mundo? Pero, como los integrantes de las generaciones recordadas antes, abrieron los senderos de una auspiciosa transición que esbozó el itinerario para las virtudes del país contemporáneo. Ellos solos, de nuevo, cada uno con su espejo particular, haciendo de la necesidad virtud y buscando la manera de lavar la porquería de las culpas colectivas.
Cuando queramos regodearnos en los padecimientos de la actualidad debemos hacer memoria de los sacrificios del pasado y de cómo los fueron superando los antecesores. No solo porque nos quitan el paradójico campeonato de angustias y dolores a cuyo podio queremos subir, sino especialmente debido a que nos pueden conminar a una imitación que no nos atrevemos a hacer.
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