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La tarea de educar (I)

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Sin que deliberadamente nos  propongamos hacerlo, con nuestra actuación y comportamientos diarios cumplimos esa tan necesaria tarea. Y no solo enseñamos sino que, del mismo modo, también aprendemos. Entonces, todos podemos y debemos ser, a la vez, educadores y educandos. En razón de ello, nos atrevemos a afirmar que la educación es tan antigua como el mismo ser humano.

Ciertamente, los primeros hombres no contaron con instructores, pero, indiscutiblemente, necesitaban aprender. Ante los indudables padecimientos que sufrían y las tantas carencias que confrontaban, se autoformaron y se autoeducaron para enfrentar las impredecibles situaciones de esos tiempos.  La necesidad no solo de vivir sino de convivirlos condujo, obligatoriamente, a  depender únicamente de sí mismos. Así, pues, fueron ellos los creadores de la más primitiva cultura. Verdaderamente, la educación es una imperiosa necesidad para todo, y todos la necesitamos. Lo antes apuntado en este escrito nos da la idea de una educación no planificada, no sometida a ninguna disciplina, ni guiada por profesionales de la enseñanza. A ella se le denomina educación informal o asistemática.

A propósito del presente tema, no podemos obviar el hacer mención de la gran educación hogareña, aunque informal, pero de contenido e importancia trascendental para toda la vida. Y, desde allí, y sin desprenderse del hogar, los niños dan sus pasos a la educación escolar formal, la sistemática, pedagógicamente planificada. Entramos, entonces, a la educación sistemática, contemplada constitucionalmente dentro de la estructuración del Estado. Ella requiere de una ley especial y de sus reglamentos que establezcan el adecuado funcionamiento del sistema educativo. Pero no basta con que haya una ley, ni con que se estructure bien el sistema. Lo muy importante para su funcionamiento es el recurso humano.

La educación, que es base fundamental para cumplir una delicada misión en bien del país y para capacitar a la gente, no se debe improvisar. Empezando por la primera autoridad para ese ramo. El ministro de Educación debe ser muy bien seleccionado: examinar su currículo, su trayectoria, ojalá inspire admiración y respeto (como muchos de los que tuvimos en el pasado siglo), y así demostrar ser el mejor maestro o el mejor profesor. Ello le da autoridad para conducir adecuadamente el sistema educativo. Narra la historia que el general Gómez, consciente de su impreparación académica, requirió de talentosos hombres que trajo a su gabinete para servirle mejor al país.

Percibimos que, desde hace algún tiempo, en Venezuela se le está restando importancia a la educación. Una cosa es lo establecido en los instrumentos legales y otra, bien distinta, el cumplimiento de los objetivos propuestos. Hacemos esta observación por cuanto consideramos que la educación venezolana está en su peor momento. La profunda (y nos parece que es deliberada) crisis socioeconómica que afecta al país ha repercutido poderosamente en la educación. Muchos de los bien calificados docentes han emigrado en búsqueda de mejor vida; asimismo, niños, jóvenes y adolescentes desnutridos, no cuentan con la mejor aptitud para asimilar los conocimientos programáticos, como también les es difícil proveerse de los necesarios útiles escolares. En fin, así como no se deben improvisar ministros, tampoco se deben improvisar docentes. Venezuela contó con excelentes Escuelas Normales, formadoras de calificados maestros con verdadera vocación de servicio. Quedan aún los Institutos Pedagógicos y las Escuelas de Educación de la Universidades.

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