Nada puede detener los avances en el campo del arte y de la cultura. Lo sé porque padecí en tiempos de la cuarta república el peso burocrático que trataba de obstaculizar mi trabajo. Siempre habrá un funcionario mediocre o un gobierno tosco y taimado que tratará de bloquear tu camino. Lo logran, pero lo recorrido hasta el momento en que te detienen es un terreno conquistado e irreversible. Cuando se levanten las esclusas que te impidieron avanzar no recomenzarás desde el inicio. ¡No! Vas a continuar desde el punto en que te detuvieron porque todo lo que está detrás es nuestro. ¡Es terreno conquistado! Para evitar estas desventuras, la cultura requiere de la armonía y rechaza todo poder autónomo o arbitrario.
¡Todo lo que voy a expresar ya lo dijo María Elena Ramos! La cultura es compleja porque hay en ella una tensión de los opuestos: tu criterio y el mío; y el arte se produce en el encuentro armónico de estos opuestos, de estas diferencias. ¡Quien habla es María Elena! El poder autocrático cree, por el contrario, que esta diversidad es un caos, un desorden y por eso busca centralizar. El autócrata se opone a las jerarquías: niega y excluye a los artistas y solo acepta a los que comparten sus líneas políticas. Es capaz de decir que el arte que hacen los que lo adversan es un arte degenerado. ¡Lo practicaron los nazis! La cultura necesita una atmósfera que incite la creatividad, pero en los gobiernos autoritarios lo que priva es el criterio del comisario político.
Si la cultura busca la universalidad dentro de la especificidad de sus lenguajes, el populismo considera esa búsqueda como lo ha sostenido siempre la experta conocedora que es María Elena Ramos, cuyas ideas siguen siendo estas que estoy exponiendo: las instituciones culturales existen para estudiar los patrimonios, para hacerles seguimiento y restauración, para formar los recursos humanos en el conocimiento de los lenguajes; para hacer curaduría, para “curar, para hacer custodia, para cuidar. Para transmitir el legado a las nuevas generaciones”.
María Elena no se detiene: pero el poder autoritario tiende a mirar las instituciones culturales como potenciales núcleos de masificación popular o como apetecible coto de poder y como “principados” a estos recintos culturales que se forman lentamente a través de un laborioso trabajo de sensibilidad humana y, por supuesto, de escuálidas remuneraciones.
La cultura eleva, dice María Elena. ¡La estimula el espíritu democrático! Contrariamente, el espíritu autoritario la coarta, la deprime; no la eleva ni la hace avanzar sino que reduce el horizonte de las personas y a las personas mismas. ¡Retrocede!
Este espíritu autoritario es el que está causando en el mundo cultural venezolano un gran estropicio. Uno de los más graves episodios ocurrido en los últimos veinte años fue la expulsión ignominiosa que padeció la dirigencia cultural a manos de la ignorancia y mediocridad de Hugo Chávez, a la voz de “¡Fuera!” y el sonido de un pito. Aquella dirigencia, acusada despiadadamente de haberse convertido en “principado”, fue sustituida de inmediato por quienes no vacilarían luego de escribirle poemas al fiscal, hacerle moños al penetrable de Soto, oír al poeta gritar: ¡Ordene comandante y heriré de muerte a los museos!
A muchos artistas e intelectuales se nos hizo difícil, por no decir imposible, participar de la nueva gestión oficial cultural porque nuestros nombres aparecieron en la innoble Lista Tascón o porque hacerlo significaba comprometerse con un proceso con el que no se está de acuerdo y sobre el que no existe el derecho a disentir o porque recelábamos la certeza de escuchar, también en cualquier momento, la áspera orden militar y el humillante sonido del pito que nos estaría expulsando.
Pero opuesta a la orden militar (¡seguimos escuchando la voz de María Elena Ramos y la de todos nosotros!) se abre la aventura del pensamiento, nuestra secreta urgencia por descubrir nuevos caminos, avanzar por lugares nunca antes transitados, llenos de riesgos y acechanzas tanto o más feroces y terribles que una emboscada o los enfrentamientos de la guerra. Aventurarse, avanzar por el borde del acantilado, sumergirse en las aguas de lo desconocido, conquistar nuevos espacios del alma, enormes, continentales, y descubrir que nuevas verdades están allí a la espera, en estos confines hasta entonces ignorados y reconocer que hacerlo equivale a descubrir que la gloria vive y se agita dentro de nosotros.
Significa, además, romper con lo establecido, deshacer las convenciones que atan no solo al pensamiento sino a su acción.
¡Vivir!
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