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Asesino serial del Sur

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La década más sangrienta del siglo XX argentino se inauguró con dos historias disímiles, pero premonitorias. La primera, en 1970, fue la ejecución del ex presidente de facto Eugenio Aramburu, a manos de un grupo guerrillero que, con ella, se daba a conocer: Montoneros. La segunda, al año siguiente, no tuvo ninguna arista política. En un lapso de 11 meses, un delincuente común asesinó a 13 personas a sangre fría. Las víctimas eran simples serenos, o pequeños comerciantes ejecutados por la espalda y por el simple placer de matar.

La saga continuó durante todo un año aumentando su truculencia con cada delito. No contento con ultimar custodios circunstanciales, el asesino ejecutó a su cómplice, y luego le disparó a quemarropa a un bebé de pocos meses que milagrosamente salvó su vida. El término no era aún habitual pero Argentina, siempre a la vanguardia, tenía su propio asesino serial. Las teorías, que hicieron las delicias de la crónica roja, llevaban a pensar en un ser torvo, de perfil lombrosiano, probablemente tan deforme físicamente como lo era moralmente. Un Hannibal avant la Lecter. Cuando cayó, las expectativas más morbosas fueron superadas por la realidad. El asesino era un adolescente cuya belleza pendulaba entre la de Marilyn Monroe y la del Tadzio de Muerte en Venecia de Visconti que se estrenaría ese año. Se llamaba Carlos Eduardo Robledo Puch, tenía 20 años recién cumplidos y pasó a ser conocido como El ángel negro o El ángel de la muerte.

La historia presenta un desafío inicial para su rendimiento cinematográfico. El criminal no arrastra un pasado disfuncional, si exceptuamos la distancia que su padre guardaba y que dio pie a dudas, nunca probadas sobre su paternidad. En términos generales, el niño era un producto típico de la vapuleada clase media argentina, hijo único, solitario y mal estudiante, dado a aventuras bohemias y tentado por el dinero fácil y la rapidez de carros y motos a los que no podía acceder.

El libreto sortea bien ese primer escollo. El ángel es un criminal sin más motivo que su frivolidad y la escalada criminal se va encadenando de manera lógica, en un juego de contrastes que va desde la tibia sobreprotección de la madre a las malas juntas y la fascinación por las armas y el delito. A partir de ahí, el libreto va acumulando los hechos con una precisión digna del mejor cine negro americano, tensando la dialéctica antes mencionada. De un lado, la atmósfera gris y estable de un barrio de clase media argentina, por el otro, el doble poder ruptural del asesino: el de su belleza angelical que camufla una pulsión de muerte y una insaciable capacidad de crueldad.

A diferencia de un criminal común –si es que acaso es común un criminal–, un sociópata carece de móvil. En el caso de Ángel (la película apenas lo llamará por su nombre en una de las últimas escenas) hay un móvil aparente, pero esos pequeños delitos de robagallinas no guardan ninguna proporción con la violencia innecesaria en la cual el protagonista se regodea. No hay otra forma de describir esa distancia que con la frialdad con la cual la cinta describe esos asesinatos y esa falta de opinión, esa meticulosidad con la que la historia es narrada. Porque el libreto se inspira en un libro excelente, El ángel negro de Rodolfo Palacios (quien también firma el guion), en el cual el autor confiesa la fascinación que el personaje, hoy de 69 años, condenado a cadena perpetua, ejerció sobre él y sobre los involucrados en su aprehensión.

Parte de esa fascinación que deriva de la incongruencia entre maldad y belleza, identidad sexual indefinida, pasión por su defensa y confesión despreocupada de sus crímenes permea un filme fascinante, que recrea la muy lejana década en la cual los demonios todavía no se habían soltado. Porque curiosamente, en una época en la cual todo estaba teñido de política, el caso Robledo Puch es un compartimento aislado de la sociedad, por su propia y muy peculiar rareza. El ángel es un ser totalmente aislado del mundo porque su alteridad está formada por esa aleación más propia de la literatura fantástica que de la crónica policial: la pulsión de muerte envuelta en la finura de sus rasgos. La película sabe respetar esa distancia, lo cual le permite evitar regodearse en los detalles más morbosos y evitar el sensacionalismo fácil que el affaire prometía. Un excelente policial del Sur con una muy buena reconstrucción de época.

El ángel. Argentina – España. 2018. Director: Luis Ortega. Con Lorenzo Ferro, Cecilia Roth, Chino Darín.

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