Una dictadura no puede coexistir con un Parlamento que no se someta enteramente a su voluntad. El Parlamento es por excelencia una institución propia de la democracia. A él concurren todas las expresiones políticas de una sociedad.
La democracia como sistema de vida y de gobierno no puede limitarse a garantizar que la mayoría conduzca los asuntos públicos, sino lo que es aún más importante, que las minorías tengan representación, participación y posibilidad de comunicar sus puntos de vista, promover y defender sus intereses legítimos. La institución desde donde pueden y deben garantizarse esos derechos es sin lugar a dudas el Parlamento.
Un sistema político empeñado en imponer una hegemonía, un modelo único de vida social y económica es incompatible con un Parlamento democrático.
Durante todo el siglo XX América Latina vivió diversas dictaduras. Todas cerraron de forma abrupta sus respectivos congresos democráticos. Algunas buscaron montar una ficción parlamentaria, una especie de remedo de foro político que les permitiera alegar la existencia de un sistema plural, con la clásica trilogía de poderes.
Así ocurrió en nuestro país al derrocamiento del primer presidente elegido por voto popular, don Rómulo Gallegos. Su derrocamiento, también significó el cierre del congreso democrático. Luego, durante la década militar, la cúpula usurpadora montó una caricatura de Congreso, que solo era una dependencia de amanuenses de la dictadura.
Chile vivió la misma experiencia al establecerse la dictadura de Augusto Pinochet. Por un decreto-ley emitido el 24 de septiembre de 1973 se disolvió formalmente el Congreso, y todas las funciones legislativas fueron transferidas por tiempo indefinido a la Junta gobernante.
En Cuba, luego de establecida la dictadura comunista de los hermanos Castro, jamás ha existido un Parlamento democrático. Tienen una Asamblea de funcionarios del partido único, dedicados solo a refrendar las decisiones de la cúpula gobernante.
En el Perú de Alberto Fujimori se produjo el más sonado caso de cierre de un Parlamento democrático en los finales del siglo pasado. En efecto el 5 de abril de 1992 el entonces presidente peruano disolvió el congreso democrático, elegido en la misma fecha en que él fue elegido presidente. Como en dicha elección, su partido Cambio 90, no obtuvo mayoría en las cámaras, cerró el Parlamento, intervino el sistema de justicia e instauró un gobierno de emergencia, con el apoyo de las fuerzas militares.
El formato fue el cierre del Congreso, lanzamiento de una campaña de descrédito a la oposición política y al parlamentarismo, y convocatoria a una elección inmediata de un nuevo tipo de Parlamento, que pudiera ser controlado desde el epicentro del poder.
Con Fujimori se inaugura en nuestro continente una etapa de simulación democrática que, al agotarse el margen de maniobra, termina derivando en la dictadura abierta y descarada.
El formato lo tomó Hugo Chávez, quien instauró una Asamblea Constituyente apenas ganó las elecciones, procediendo a cerrar el Congreso democrático cuya mayoría no le era afín. Estableció un modelo de parlamento raquítico, unicameral, que le permitió crear las bases de una legalidad con la cual avanzar a la dictadura, con ciertos ropajes de legalidad formal, pero de profunda ilegitimad en su contexto democrático y constitucional.
Los herederos de Chávez rompieron el molde con la derrota parlamentaria del 5 de diciembre de 2015. Formados en la escuela del autoritarismo, no podían soportar coexistir con una mayoría parlamentaria de otro signo político, y desde el primer momento se lanzaron por la senda de su desconocimiento y de su sistemático hostigamiento.
Con Maduro al frente, la cúpula chavista decide a partir de la derrota parlamentaria de 2015, construir un formato de cierre del Parlamento progresivo, revestido de una legalidad, solo aceptable en su nebuloso mundo del derecho “revolucionario”.
Violando nuestra tradición jurisprudencial, y principios elementales del derecho, desconocen a través de procesos judiciales y sentencias amañadas toda la representación parlamentaria del estado Amazonas. Con base en la misma pasan luego a crear la ficción de “desacato” de uno de los poderes del Estado, y con ella se sienten autorizados a producir “un cierre técnico, político y financiero” de la Asamblea Nacional.
Al mejor estilo fujimorista se inventan luego la convocatoria e instalación de una asamblea constituyente, con la cual dotarse de una caricatura de Parlamento para tratar de justificar la existencia de su “democracia participativa y protagónica”.
No se atrevieron en los primeros años de vida constitucional de la Asamblea Nacional a un cierre total y abrupto de dicho cuerpo. Los genios del derecho revolucionario se creyeron el cuento de que estaban innovando en materia constitucional al producir una serie de sentencias, con las cuales permitirle a Maduro desconocer todas las atribuciones del Parlamento.
En paralelo se implementa un plan de hostigamiento y atropello al cuerpo político, y luego a la persona de los parlamentarios que progresivamente asumían posturas no gratas a los integrantes de la cúpula usurpadora. Se lanza un cerco económico sobre la institución parlamentaria hasta privarla totalmente de recursos para su funcionamiento, llegándose al extremo de negarles los salarios a los diputados, privar sus oficinas de agua, energía y aire acondicionado. Todo esto para obligarlos a abandonar sus responsabilidades.
No les ha bastado el tradicional formato, puesto en práctica desde los primeros días del gobierno de Chávez, de instalar en las afueras del Capitolio turbas dirigidas a agredir física y moralmente a los parlamentarios opositores.
Ahora ha recrudecido toda una arremetida para llevar a la cárcel a los líderes del Parlamento, y en general a todo diputado que alce su voz contra los desmanes de la camarilla gobernante.
Los cerebros del cierre disimulado de la Asamblea Nacional no imaginaron el rol de conducción y liderazgo que ese Parlamento, por ellos desconocido e intervenido con una constituyente espuria, tendría para suscitar una rebelión de la nación contra su usurpación; y una abrumadora solidaridad del mundo democrático, con la lucha en desarrollo, para lograr la restauración de la democracia.
Hoy el Parlamento está asediado porque la dictadura pasó de desconocer sus competencias a atentar contra la libertad e integridad de sus integrantes. Los diputados presos, exiliados y hostigados son el mayor monumento de la brutal tiranía que padecemos y la prueba incuestionable de su naturaleza criminal.
Nuestra sociedad democrática, pacifica por naturaleza, pero militante en el reclamo de sus derechos, exige en las calles el restablecimiento de los mismos. La camarilla criminal no se inmuta ante ese reclamo. De ahí la importancia de la cooperación de la comunidad internacional para rescatar nuestro derecho a la democracia. Perseverar en esa línea es nuestro deber.
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