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Democracia y seudodemocracia

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La democracia como sistema político de gobierno es un tema sin duda cautivador. Los valores democráticos se desdoblan como principios de actuación de las instituciones del Estado y de los ciudadanos que conforman y sostienen la sociedad nacional; sin tales valores, no es posible que la sociedad regida bajo el modelo democrático sea exitosa y sobre todo estable desde el punto de vista político. Y en ese sentido, la alternabilidad democrática es atributo de estabilidad, señal inequívoca de un curso exitoso en la forma democrática de atender los asuntos públicos; los electores deciden libremente, cometen errores de selección, rectifican cuando hay lugar a ello en nuevos comicios, reafirman su voluntad de vivir bajo el sistema que Churchill llegó a calificar como “el peor de todos, con excepción de todos los demás”.  Y es que la democracia entraña un acervo de procesos que hacen posible la formación de un gobierno del pueblo en ejercicio pleno de su soberanía; procesos que se apoyan en esos valores esenciales que hacen de la democracia el más justo y equitativo de todos los sistemas de gobierno.

Nicholas Murray Butler, premio Nobel de la Paz y quien fuera brillante presidente de la Universidad de Columbia, mérito compartido con su actuación en la dotación Carnegie para la Paz Internacional, así como con la Academia Americana de Artes y Letras y el notable Instituto de Francia, del cual fue miembro activo, hace la distinción entre la democracia que es verdadera y estable y la que es falsa y deleznable.

Dice Murray con precisión que “…en todas las naciones progresistas de la Tierra se reconoce que los problemas urgentes actuales no son tanto políticos, en el sentido restringido de la palabra, como económicos y sociales. El bienestar de los hombres, para el cual, de una manera general y vaga, se fundaron los gobiernos, es ahora explícita y específicamente uno de sus objetos cardinales en todas partes…”. Este objetivo primario de la gestión de gobierno es algo que va más allá del simple debate de las ideas, de los dogmas impenitentes que pretenden afirmarse como principio irrefutable, aquellos que dan sustento a quienes insisten tozudamente en la confrontación de izquierdas y de derechas como si ese fuese verdaderamente el problema, un debate que ya no es útil, que no asegura la paz interna en las naciones, tampoco el confort de los ciudadanos.

Las ideas que en general trascienden son aquellas que dan valor a la vida en sociedad, que producen beneficio no solo para quienes las promueven con vehemencia, sino también para los demás. Pueden ser revolucionarias, como tantas que han significado un antes y un después para los pueblos y comunidades históricas, propagándose exitosamente en la medida que han significado beneficio o mejora en la calidad de vida de las personas. ¿Qué ha pasado, pues, con el comunismo? ¿Dónde están sus mejoras y realizaciones trascendentes?

Asombra que todavía encuentre seguidores delirantes, expresión cabal de una posible patología que subyuga la voluntad, la objetividad y el realismo entre quienes no son capaces de analizar la vida con rigurosidad, tampoco con honestidad intelectual. No tienen cabida los valores de la democracia: ni libertad, ni justicia, tampoco igualdad ante la ley, menos aún tolerancia y fraternidad. ¿Quién puede creer que de allí saldría algo bueno para la sociedad nacional?

Murray insiste en que hay una democracia verdadera y una falsa, “…y precisamente cuando los problemas económicos o sociales claman con mayor urgencia por solución, es cuando se pierde de vista la gran diferencia que hay entre las dos, y la línea que las separa se hace confusa…”. Solo apoyados en principios y valores democráticos seremos capaces de distinguir entre ellas, esto parece obvio. La anarquía política y social –añade Murray, al comentar al erudito Lord Acton–, “…es el resultado inevitable siempre que la pasión de igualdad económica triunfa sobre el amor de libertad en el corazón de los hombres. Porque el Estado se funda en la justicia, y la justicia encierra en sí la libertad, y la libertad niega la igualdad económica, puesto que la igualdad de capacidades, de ejecución y aún de fuerza física son desconocidas en las sociedades humanas…”.

La igualdad política es otra cosa y ella emana de la libertad de elegir que es accesible a todos y cada uno de los ciudadanos; las circunstancias objetivas creadas por el Estado deben igualarse no porque ello sea un fin en sí mismo, sino porque es esencial a la libertad y fundamental para la democracia. Y concluye Murray: “…Si tenemos la convicción firme e idea clara de esta contradicción fundamental entre la igualdad de haberes, igualdad de capacidades, igualdad de ejecución y la libertad, tendremos la clave de la distinción entre una democracia que es falsa y espuria y una democracia que es verdadera y real…”.

Queda claro que el comunismo, partiendo de una tendenciosa interpretación económica de la historia y atribuyendo los cambios a una visión falaz del sentimiento de solidaridad entre las clases sociales, se propone fomentar la igualdad económica destruyendo la libertad, vale decir, suprimiendo uno de los valores fundamentales de la democracia. Quiere entonces conquistar una inviable situación económica y política que pretende ser más justa y equitativa que aquella auspiciada por la iniciativa privada. Y no solo no ha logrado prevalecer como sistema de gobierno en las naciones civilizadas, tampoco ha resuelto los problemas que agobian a los menos favorecidos, a quienes explota y utiliza como pretexto para aferrarse al ejercicio del poder público. A fin de cuentas, todo indica que carece de principios y de convicciones genuinas, retoza con las pasiones humanas, promueve la violencia, se apoya en la propaganda empeñada en resaltar logros inverosímiles y atributos democráticos que no poseen sus gobiernos en funciones.

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