La definitiva relevancia de “Del dolor y la razón” en la obra ensayística de Joseph Brodsky se debe a que, en ningún ensayo como este, trazó los enunciados de su propia arte poética, a partir del estudio de Frost. Leyéndolo con su irreducible inteligencia, Brodsky vislumbró las tensiones entre dolor y razón. El fragmento aquí seleccionado forma parte de la colección de ensayos del mismo título: Del dolor y la razón, traducido por Antoni Martí García, para Ediciones Siruela (España, 2015).
“Robert Frost nació en 1874 y murió en 1962, a los ochenta y ocho años. Un matrimonio, seis hijos; penuria en su juventud; trabajo de granjero y, más tarde, de profesor en diversas escuelas; hasta su vejez, escasos viajes; la mayor parte de su vida en la Costa Este, en Nueva Inglaterra. Si la biografía tuviera que ver con la poesía, Frost no habría escrito nada. Y, sin embargo, publicó nueve libros de poemas, el segundo de los cuales, North of Boston (Al Norte de Boston), aparecido a sus cuarenta años, le dio la fama. Corría el año 1914.
Después de esa fecha, encontró muchos menos obstáculos en su camino. Pero la fama literaria no equivale exactamente a popularidad. Tuvo que ser nada menos que la Segunda Guerra Mundial la que diera a conocer a Frost entre el gran público. En 1943, el organismo que se ocupaba de la distribución de libros en tiempos de guerra distribuyó cincuenta mil ejemplares de ‘Come In’ de Frost entre las tropas estadounidenses destinadas en el extranjero, para fortalecer su moral. Hacia 1955, su antología Selected Poems iba ya por la cuarta edición, y su poesía parecía haber adquirido proyección nacional.
Y, en efecto, así era. A lo largo de las casi cinco décadas posteriores a la publicación de North of Boston, Frost recibió casi todos los premios y honores que podían concederse a un poeta americano, y, poco antes de su muerte, John Kennedy le invitó a leer un poema en la ceremonia de su toma de posesión como presidente. Tal reconocimiento fue acompañado, por supuesto, de envidias y rencores, a los que en buena parte contribuyó su propio biógrafo. Sin embargo, tanto la adulación como el rencor tenían algo en común: una visión casi por completo errónea de la obra de Frost.
Se suele considerar a Frost el poeta del campo, un viejo terrateniente sencillo y adusto, ocurrente y vital. En suma: tan americano como la tarta de manzana. Lo cierto es que él mismo fomentó esta imagen en numerosas apariciones públicas y entrevistas. Supongo que le resultaba fácil, puesto que poseía sin duda tales rasgos. Era, en efecto, la quintaesencia del poeta americano; a nosotros nos corresponde, sin embargo, determinar en qué consiste tal quintaesencia y qué significa el adjetivo ‘americano’ aplicado a poesía, e incluso en general.
En 1959, en un banquete celebrado en Nueva York con ocasión del octogésimo quinto cumpleaños de Frost, Lionel Trilling, el crítico literario más destacado de su época, se levantó y declaró, copa en mano, que Robert Frost era un ‘poeta aterrador’. Sus palabras causaron lógica conmoción, pero el adjetivo estaba bien escogido.
No debe confundirse ‘aterrador’ con ‘trágico’. La tragedia, como saben, es siempre un hecho consumado, mientras que el terror tiene que ver siempre con la anticipación, con el reconocimiento, por parte del hombre, de su propio potencial negativo: con su percepción de aquello de lo que es capaz. Y lo fundamental en Frost es esto último, no lo primero. Por ello su actitud es radicalmente distinta de la tradición europea del poeta como héroe trágico. Y esa diferencia, por sí misma, nos permite calificarlo (a falta de término mejor) de ‘americano’.
En apariencia, destaca Frost por su disposición favorable hacia el entorno, en especial hacia la naturaleza. Su ‘estar versado en cosas del campo’ produce sin duda esta impresión. Sin embargo, existe una diferencia en la forma en que un europeo y un americano perciben la naturaleza. Comentando esta diferencia, W. H. Auden, en su breve ensayo sobre Frost –acaso lo mejor que se haya escrito sobre el poeta–, sugiere que, cuando un europeo quiere acercarse a la naturaleza, sale a dar un paseo vespertino desde la casa de campo o la posada donde se encuentran sus amigos o familiares. Si topa con un árbol, se trata, sin duda, de un árbol familiar, porque ha sido testigo de la historia: bajo sus ramas tal o cual rey dictó tal o cual ley, o algo parecido. Se trata de un árbol, por así decirlo, cargado de referencias. Satisfecho y un tanto pensativo, nuestro hombre, reconfortado, pero sin cambio alguno tras ese encuentro, regresa a su casa o a la posada, encuentra a sus familiares o a sus amigos exactamente igual que antes, y se dispone a pasar un rato placentero y feliz. En cambio, en el caso de un americano que sale de su casa y topa con un árbol, se trata de un encuentro entre iguales: el hombre y el árbol, dos poderes primarios, sin referencias, cara a cara; ambos sin pasado, y ambos con un futuro aún por decidir. Básicamente, se trata del encuentro entre la epidermis y la corteza. Nuestro hombre regresa a su cabaña en un estado de verdadero desconcierto, cuando no de conmoción o de terror.
Se trata, por supuesto, de una caricatura romántica, pero subraya bien los rasgos principales que aquí me interesaba destacar. Lo que le ocurre al americano de la historia recoge bien la esencia de la poesía de la naturaleza de Frost. Para este autor, la naturaleza no constituye ni un amigo ni un enemigo, ni el telón de fondo para un drama humano. Constituye el aterrador autorretrato del poeta”.
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El fragmento aquí publicado pertenece al ensayo “Robert Frost”, cuyas dos primeras líneas dicen lo siguiente: “Frost, cuando está en plena forma, lo que es frecuente, rivaliza con Wallace Stevens por el puesto de gran poeta americano de este siglo”. Forma parte de Poemas y poetas. El canon de la poesía escrito por Harold Bloom (Editorial Páginas de Espuma, Traducción de Antonio Rivero Taravillo, España, 2015).
“‘Directriz’ es el poema de poemas o forma de formas de Frost, una meditación cuyos rayos regresan perpetuamente sobre sí mismos. ‘Todas las cosas vienen’, incluso nuestra confusión mental mientras metemos la pata moralmente, ya que el Demiurgo no es más que un metepatas moral. Frost comparte el hermoso desenfreno emersoniano, la salvaje fuerza del ensayo ‘El poder’ que sugiere una forma de ser que está completamente más allá del Destino, o llegando a un final en sus vueltas, a una resolución a todos los giros emersonianos que ven la unidad, y sin embargo contemplan divisiones: ‘El mundo es matemático, y no tiene nada fortuito, en toda su vasta y fluyente curvatura’. ‘La directriz’ parece ser un poema en el que Frost mide la parcela, y se la perdona, y tal vez incluso expulsa el remordimiento. En cierto sentido, fue el poema que siempre estuvo escribiendo y reescribiendo, en un proceso de revisión ya presente en La voluntad de un chico (1913) pero no totalmente elaborado hasta Steeple Bush (1947), donde se publicó ‘Directriz’, cuando Frost tenía setenta y tres años. En ‘La risa del demiurgo’ en La voluntad de un chico aparece una burlona mofa diabólica ante el hecho de darse cuenta de que ‘lo que cacé no fue un verdadero dios’.
Al norte de Boston (1914) tiene su más memorable poema en el famoso ‘Tras la recogida de manzanas’, un indulgente himno a la necesidad de entregar la búsqueda, de bajar gateando de su ‘larga escalera doble (que) pasa a través de un árbol / hacia el cielo sereno’. El sutilísimo uso que Frost hace de la perspectiva constituye el verdadero núcleo del poema:
‘No puedo quitarme de la vista esta extrañeza
que percibí al mirar por la vidriosa lámina
que esta mañana retiré en el abrevadero
y sostuve ante un mundo de hierba blanquecina.
Se derritió, y la dejé caer y romperse’.
La lámina de hielo es una lente sobre la irrealidad, pero así son también los ojos de Frost, o los de cualquiera, en su cosmos. Este supuesto poeta de la naturaleza representa sus ásperos paisajes como una versión completa del kenoma gnóstico, el vacío cosmológico al cual hemos sido arrojados por el burlón Demiurgo. Este es el mundo de Intervalo de montaña (1916), donde se prefiere ‘la luna rota’ al sol palidecido, donde el hornero canta acerca de ‘esa otra caída que llamamos la caída’, y donde los abedules:
‘los despoja de cristalinas cascaras
que se hacen añicos y caen en un alud sobre la nieve helada:
tantos montones de cristales que barrer que pensaríais
que la cúpula interna de los cielos se hubiera derrumbado’.
Intervalo de montaña abunda en imágenes de los vínculos que se hacen añicos, y de los humanos que se hacen igualmente añicos, y del horrible ‘Fuera, fuera…’. Pero sería redundante realizar un panorama de todos los volúmenes de Frost en pos de una oscuridad experimental que nunca se disipa. Medidor de muros de piedra, como el mismo Frost se califica a sí mismo en el admirable ‘Estrella en una barca de piedra’, nunca ha de sorprenderse de que la vida sea un vacío sensible. El patrón demiúrgico de ‘Designio’, con sus ‘personajes variados de muerte y añublo’ es en Frost la regla. Hay unas cuantas excepciones, pero lo que le ofrecen a Frost son parodias en vez de poemas.
Frost escribió la ironía emersoniana concluyente y conclusiva de toda su obra en el poema alegórico ‘Una cabaña en el claro’, la hermosa composición que comienza En el claro (1962), publicado con motivo de su ochenta y ocho cumpleaños, menos de un año antes de su muerte. La niebla y el humo, espectros guardianes y colegas, oyen por casualidad el desasosiego de una pareja humana, que susurra en sueños. Los guardianes nos visitan porque somos sus almas gemelas, porque no sabemos dónde estamos puesto que aquello que somos ‘es demasiado para creerse’”.
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