Un amigo, abatido por el desaliento, me comentaba que el camino que nos aguarda es el de Cuba, donde los Castro tiranizaron a esa isla por casi seis décadas.
Estoy en total desacuerdo. Veamos:
Cuba fue la última colonia española. Su guerra de independencia se inició en 1895 con el Grito del Baire y concluyó con el Tratado de París en el que España renuncia a su soberanía sobre la isla. Finalizada la guerra se temió que Estados Unidos –que le había declarado la guerra a España en 1898 por el hundimiento de su acorazado Maine en La Habana– se apoderase de la isla. Ello sembró una animadversión hacia ese país. El 20 de mayo de 1902 nace la República de Cuba bajo tutelaje estadounidense. A lo largo de su historia prácticamente no ha conocido la democracia.
La Revolución cubana fue la alternativa a una III Guerra Mundial. Para 1962 la URSS había emplazado misiles atómicos en la isla capaces de alcanzar todo el territorio de Estados Unidos. El mundo estuvo más cerca que nunca del estallido de una guerra nuclear. Finalmente, Kennedy y Krushev llegan a un acuerdo. Krushev retiraría los cohetes y Kennedy se comprometería a que Estados Unidos nunca invadiría Cuba.
De allí en adelante, el régimen cubano solo pudo subsistir gracias al apoyo masivo de la URSS. Cuando cae el Muro de Berlín en 1989, colapsa el comunismo y en 1991 se desploma y desintegra la URSS, Cuba entra en el “período especial” sufriendo graves carencias. Solo pudo superarlo cuando Chávez llega al poder y sustituye el apoyo soviético.
La Revolución cubana alardeaba de dos virtudes: épica y ética. Nace de una cruenta lucha armada en la Sierra Maestra, derrocando finalmente a Fulgencio Batista en 1959. Fidel Castro convence a un mundo crédulo de que aquella fue una epopeya cargada de ética.
Coincide con el momento más álgido de la Guerra Fría. Cuba era mimada por las izquierdas del mundo. Intelectuales de alto calibre, como Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Benedetti y muchos otros, le dieron un lustre particular.
Todo lo anterior contrasta radicalmente con la revolución del siglo XXI. Venezuela fue de los primeros países en emprender la lucha por su emancipación. Fuimos durante décadas una de las democracias más sólidas y antiguas de Latinoamérica. Lejos de tener una animadversión hacia Estados Unidos, fuimos uno de sus más cercanos amigos. Incluso durante la II Guerra Mundial –aun manteniéndonos neutrales– fuimos un factor determinante del triunfo por haber aportado más de 60% del petróleo utilizado por los aliados durante el conflicto.
La revolución venezolana no se ha caracterizado por virtudes enaltecedoras como la épica ni la ética. La épica se limita a una intentona militar fracasada en 1992, y la ética brilla por su ausencia, destacándose más bien por ser el régimen más corrupto en toda la historia del continente. Ningún intelectual de valía la apoya.
La revolución del siglo XXI es el resultado de un accidente histórico: una etapa en la que los precios del petróleo alcanzaron máximos nunca antes imaginados alimentando un carnaval de populismo y devastación. En lugar de promover una economía sustentable, el régimen desmanteló las instituciones y arrasó con todo.
Al caer el petróleo y morir Chávez, la revolución no tiene la menor posibilidad de subsistir. La economía colapsó, la moneda destruida junto con el aparato productivo, la industria petrolera severamente dañada, la inflación más alta del mundo, al borde del default, escasez insoportable, 82% de la población por debajo de la línea de pobreza y 50% de pobreza extrema.
Ni Rusia ni China pueden echarse a cuestas a Venezuela como pudo hacerlo la URSS con Cuba en plena Guerra Fría. Rusia, también en crisis, tiene problemas más acuciantes en Ucrania y Siria. A China lo que le interesa es recuperar el dinero prestado. Por su parte, Cuba se aferra a Venezuela porque su alternativa es morirse de hambre.
Lo repito, la constituyente le está saliendo al régimen por la culata. Ha logrado una coincidencia mundial sin precedentes. Desde los 29 países de la Unión Europea hasta la inmensa mayoría de las naciones del hemisferio occidental y el Mercosur han declarado la muerte de la democracia en Venezuela. Tal consenso no se había visto en toda la historia de Latinoamérica. A ello se le suma un severo aislamiento financiero y la incertidumbre de posibles sanciones. Un régimen amenazante, pero exangüe sufre sus últimos estertores.
La rueda de la historia, inexorable, está girando. ¿Quién dijo desaliento?
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