Cuando el mal absoluto se instala en una geografía como la de Venezuela –no hablo de instalación en la sociedad; sería tanto como admitir que ella se ha corrompido– solo el bien de la palabra, de la narrativa moralmente consistente, será capaz de ayudar a su regeneración. Difícilmente podríamos construir otra historia de grandeza y dignidad los venezolanos si pensamos que puede ser obra de la causalidad voluntarista, de la sordidez criminal, de colusiones utilitarias y oportunistas entre algunos “dirigentes”.
No creo que seamos tan ingenuos como para no haber constatado lo real. En nuestro cuerpo bienhechor nacional, unos pocos, unas veces por frustraciones o pleitos de familia anidados desde antes, incluso desde el 18 de octubre de 1945, otras bajo el impulso del sarampión juvenil de los sesenta, ayer y más tarde por laxitudes éticas en la academia e incluso por frivolidad social, le han hecho espacio en sus humanidades a una bacteria que hace septicemia. Y es ella la que nos amenaza de muerte a todos: el narco-comunismo cubano y sus sublimadores.
No creo que seamos tan estúpidos como para no saber que tras el andamiaje habanero y sus telones ideológicos circenses se oculta por años una maquinaria de crimen organizado, asociado a la empresa transnacional del narcotráfico; que incluye redes hacia el Medio Oriente y negocios de lavado de dineros “turísticos” con las golondrinas del capitalismo salvaje. No por azar, el entendimiento histórico –de riesgo elevado para la democracia moral– alcanzado por las FARC con el presidente colombiano Juan Manuel Santos solo cabía refrendarlo bajo la mirada del gobierno de la isla: Meca de la paz por sobre los centenares de miles de cadáveres que ha regado en el mundo a nombre de la revolución, desde la segunda mitad del siglo XX.
¿Qué fascinación causa la astucia fraudulenta y zorruna, la maldad absoluta de los Castro, cuyos ríos de hiel y corrosivos de la unidad social nada tienen que envidiarle a las despreciadas –¿aquí sí?– dictaduras militares del Cono Sur latinoamericano?, solo podrá responderlo cada fascinado, mirando desde la conciencia que le quede el dolor de quienes sobreviven a las 140 víctimas fatales de la dictadura madurista.
El mal moral, lo recuerda Tomás de Aquino, que ataca la voluntad del hombre y su libertad responsable, lo vuelven a él mismo el mal, y ofenden el principio de su Ser como lo recuerda Maritain. De donde el malo, por sí mismo, no es ni Fidel ya muerto ni Raúl quien le sigue, ni el propio Maduro como capataz de este, sino el bueno que se deja corromper y admite al malo como su parásito.
Rómulo Betancourt ha de revolcarse en su tumba. Sabía bien quién era Fidel y capta su tesitura de amoral pillo en la entrevista que sostuvieran a la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Y sobre las malandanzas de este previno al país a tiempo y a su dirigencia, no solo la propia, también la otra, y a parte de la sobrevenida, que no lo escuchó o no lo lee.
En 1964, a raíz de varios hechos cruciales –como la ruptura entre Rómulo Betancourt y Fidel Castro, pues este le pide al primero, sin lograrlo, petróleo gratuito, en 1959; la protesta de Betancourt contra Castro por sus fusilamientos y la condena de la OEA a Cuba, en 1960; la expulsión de Cuba en Punta del Este, en 1962, a pedido de Colombia, por sus injerencias en la región; la emergencia del movimiento guerrillero en Venezuela, apoyado con armamento cubano, y la otra condena a Cuba, en 1964; finalmente, la invasión armada frustrada de Cuba a territorio venezolano, en 1967 –le hacen decir al presidente Betancourt, con talante premonitorio de lo actual: “Fácil resulta explicar y comprender porqué Venezuela ha sido escogida como objetivo primordial por los gobernantes de La Habana para la experimentación de su política de crimen exportado. Venezuela es el principal proveedor del Occidente no comunista de la materia prima indispensable para los modernos países industrializados, en tiempos de paz y en tiempos de guerra: el petróleo… Resulta así explicable cómo dentro de sus esquemas de expansión latinoamericana, el régimen de La Habana conceptuara que su primero y más preciado botín era Venezuela, para establecer aquí otra cabecera de puente comunista en el primer país exportador de petróleo del mundo”.
¡Quién lo diría!
Ya cooptado por los Castro, Hugo Chávez, en 1998, pacta con el fundamentalismo islámico su política de confrontación petrolera contra el mundo occidental desde La Habana y en 1999 arregla su modus vivendi con la narco-guerrilla colombiana. La Habana decide luego sobre el revocatorio de Chávez en 2002. En 2004 esta ocupa sistemáticamente nuestro territorio con sus misiones y llegado 2007, sin tapujos, Juan José Revilero acepta tener presentes entre nosotros a más de 30.000 miembros de los Comités de Defensa de la Revolución. El resto es novela, a saber, la muerte de Chávez en La Habana y la sucesión convenida de Nicolás Maduro, que nos da, cabalmente, la textura de una narco-colonia. ¡Quién lo diría!
Las confesiones recientes –palabras de maldad para hacer mayor hendidura en la herida de los venezolanos y su confianza colectiva– acerca de lo que era sabido: las colusiones opositoras desde antes de la constituyente y sus falacias sistemáticas; como las andanzas del ex presidente Zapatero, ya bendito como operador de la Cuba narco-criminal, en La Habana, el 25 de febrero de 2015, son apenas anécdotas subalternas a la luz de lo señalado, de lo vertebral, de la enseñanza y su consecuencia.
El dolor elemental de nuestra gente, después de las patadas de la infamia –no son en modo alguno “patadas históricas”– antes de hacerse rabia, como lo aprecio, se hace expresión de solidaridad en el mismo dolor, con palabras de silencio, venidas desde el corazón de unos venezolanos para con los otros, en medio de la hambruna. Y ese es el mejor signo de que el bien priva sobre el mal, sin ruido, sin histeria.
Aún del mal se pueden extraer cosas buenas, lo dice San Agustín. El fuego no sería engendrado si el aire no se corrompiese, leo en una exégesis del doctor Angélico.
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