Las condenas y las críticas al régimen de Nicolás Maduro por los países de la región, la Unión Europea, Estados Unidos y los gobiernos democráticos del mundo evidencian el más absoluto rechazo a las dictaduras y el apoyo a la lucha por la democracia y las libertades. No solo los gobiernos se han manifestado ante la barbarie que representa Maduro y su régimen militar; también las organizaciones regionales, como Mercosur. Los órganos de Naciones Unidas, entre ellos el Consejo de Derechos Humanos y el Acnur, han mostrado por su parte preocupación por la situación en Venezuela, por la violación generalizada y sistemática de los derechos humanos que se traduce hoy en crímenes internacionales que interesan a la comunidad internacional en su conjunto. También políticos, personalidades, organizaciones no gubernamentales de todas las tendencias condenan los atropellos de un régimen definitivamente ilegítimo, involucrado en crímenes internacionales y en otros igualmente graves de trascendencia internacional.
Se ha hablado de “sanciones” internacionales que algunos Estados han adoptado en ejercicio de sus competencias soberanas, con el fin de proteger los derechos de los venezolanos. Actos legales y necesarios, que no pueden ser considerados “injerencia” extranjera, menos aún, un atentado contra la soberanía nacional; aunque el régimen insista en desvirtuar la realidad al jugar, como siempre, con los términos, confundiendo tales sanciones con el bloqueo y el embargo. Llegan incluso a calificar de la manera más perversa, para justificar la persecución, de traidores a la patria a quienes consideran que, ante la violencia del régimen y las limitaciones internas, las sanciones desde afuera pueden contribuir e incluso ser determinantes para el restablecimiento de la democracia y la recuperación de las libertades en el país.
Los venezolanos han planteado su lucha a través de la protesta en las calles, una acción pacífica que el régimen ha tratado de desvirtuar, para justificar la persecución y el amedrentamiento. Hubo ante esa toma de las calles, ejemplo de civismo y dignidad, y así lo constatan todos los informes de los órganos internacionales, incluso del Alto Comisionado de la ONU para Derechos Humanos, una represión brutal del régimen, de sus fuerzas militares, policiales y de seguridad y de los colectivos financiados, organizados y armados por ellos.
La oposición planteó la necesidad de acuerdos para superar la crisis, entre los cuales, en relación con el reconocimiento de la Asamblea Nacional como expresión de la voluntad popular; la liberación de los presos políticos; elecciones generales; ayuda humanitaria y el cese de la persecución. No hubo respuesta. Solo un intento malintencionado de mediación con fines dilatorios, de un Zapatero acompañado de algunos ex presidentes latinoamericanos amigos, un ejercicio que estaba desde el comienzo condenado al fracaso.
No hay posibilidad de diálogo. El régimen se resiste. La calle se enfría, mientras la oposición muestra agotamiento, es cierto, lo que oxigena al régimen que se anota un punto en medio de sanciones internacionales que le pesarán mucho en el corto y mediano plazo. El mundo ve hoy más claramente la realidad venezolana. Una realidad que se traduce en una dictadura atroz que destituye, encarcela y persigue a alcaldes y representantes elegidos, cierra medios, penaliza arbitrariamente la expresión por las redes sociales, niega los derechos a los venezolanos, tortura, discrimina y asesina en medio de una impunidad sin límites, mientras las cárceles políticas y militares siguen llenas y los tribunales y los órganos de represión desempeñando su papel. Una dictadura que crea a su medida una asamblea constituyente absolutamente inconstitucional para legislar, incluso paradójicamente, sobre el odio y la violencia que tanto han sembrado en el país estos últimos años.
El régimen en el plano interno habría, sin embargo, logrado su objetivo: desmoralizar a los venezolanos, desilusionarlos, forzar su desplazamiento hacia el exterior, a la vez que dividir a la oposición y generar incertidumbre, mostrando una fuerza que no tiene. Pero es un triunfo pírrico, simplemente mediático. La protesta en todas sus formas no se detendrá ante el miedo que infunde la dictadura, por el contrario, se revitalizarán los partidos pese a la trampa electoral. No se abandonará la lucha, tampoco la unidad.
Algunos afuera insisten en una transición pacífica, el presidente colombiano Juan Manuel Santos, entre ellos. Un camino deseable, otra oportunidad que el régimen insiste en despreciar por su postura arrogante y torpe. La transición es deseable, es cierto; pero no es fácil. No puede ser impuesta. Por el contrario, debe ser acordada. No hay voluntad de parte del régimen. La cúpula madurista, civil y militar, lejos de intentar proteger el desastroso proceso que han intentado instaurar, teme a cualquier arreglo que le pueda abrir las puertas de la cárcel a los responsables de crímenes internacionales y de delitos transnacionales graves, como el narcotráfico, el lavado de dólares y la corrupción que han puesto en alerta al mundo y en relación con los cuales tribunales penales internacionales y otros nacionales, con base en el principio de la jurisdicción penal universal, pueden actuar para conocer los actos, procesar y castigar a los responsables.
Todos los procesos como el chavista-madurista terminan con un costo enorme para unos y otros. La historia lo muestra. Los hombres fuertes de una vez pagaron sus culpas. Unos por sus propios medios, Hitler; otros en manos de la justicia popular, Mussolini, Gadafi. Otros en manos de la justicia institucional: Taylor, Milosevic. La arrogancia que genera el poder, considerado erróneamente eterno; y la torpeza unida, parecen impedir finales diferentes.
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