Las instituciones de un Estado enfrentan, en determinadas circunstancias históricas, retos que pueden comprometer su propio destino. Justamente, esa ha sido la compleja situación vivida por la Fuerza Armada Nacional en estos últimos dieciocho años. Hugo Chávez, desde el mismo momento en que se juramentó como presidente de la República, en 1998, tuvo como objetivo destruir los valores profesionales e ideologizar políticamente a sus cuadros. Su primera acción fue la de involucrar a nuestra institución en el Plan Bolívar 2000, asignándole ingentes recursos financieros, sin control alguno, para generar, premeditadamente, numerosos hechos de corrupción. Así lo quiso hacer también con Pdvsa. No dudo que esa idea surgió de uno de los tantos consejos que recibió de Fidel Castro. Al principio de su gobierno, se condujo con cierta prudencia, pero al ver declinar su popularidad, por la inacción y carencia de planes de su gobierno, decidió utilizar los ingresos petroleros, a su leal saber y entender, para financiar numerosos proyectos populistas, pero al percibir el rechazo de la gerencia de Pdvsa al matiz político partidista que pretendía dársele a la gestión de dicha empresa, decidió destituir a un importante grupo de sus gerentes de una manera ignominiosa. Su destitución a través de la televisión provocó una huelga general, acompañada de una inmensa manifestación popular el 11 de abril de 2002.
Esa maniobra política buscaba, en realidad, crear al mismo tiempo ciertas condiciones favorables para que un pequeño grupo de oficiales, principalmente de la Armada, se decidieran a actuar militarmente. Logró engañarlos. En medio de la crisis adelantaron sus planes conspirativos. Lo que nunca se imaginó Hugo Chávez ocurrió: un importante número de altos jefes militares se negaron a cohonestar sus tropelías y desconocieron su autoridad en medio de la crisis. Lo demás es historia: los asesinatos en el centro de Caracas, la desobediencia del Alto Mando, su renuncia, su prisión, los errores del general Efraín Vásquez Velasco, la designación de Pedro Carmona, la posición de Raúl Isaías Baduel y el retorno al poder. A partir de ese momento se inició una agresiva purga en los cuadros profesionales que no habían manifestado simpatía con el proyecto político de Hugo Chávez. La forma como se implementó fue vergonzosa. Enviar a cientos de profesionales a sus hogares sin cargos y designar en los distintos niveles de mando, con control efectivo de tropas, solo a amigos personales del presidente de la República. No satisfecho con ese control reformó, en varias oportunidades, la Ley Orgánica de la Fuerza Armada Nacional con la intención de modificar su estructura y destruir sus valores profesionales, éticos y morales. De esta manera se resquebrajó la unidad de mando, el compañerismo, el espíritu de cuerpo, y la lealtad institucional.
Esas medidas no calmaron sus ambiciones totalitarias. Los hechos del 11 de abril lo traumatizaron de tal forma que consideró que era necesario establecer un mayor control sobre los cuadros militares. Su estrategia se basó en dos formas de acción: comprometer el prestigio de la Fuerza Armada Nacional y atemorizar a sus cuadros con la complicidad de sus altos mandos. La primera la desarrolló mediante la designación de numerosos oficiales de alto rango, en situación de actividad, para ocupar diversas carteras en el gabinete Ejecutivo, con el fin de que los venezolanos percibieran que el sector militar formaba parte del gobierno chavista y respaldaba el socialismo del siglo XXI. Al mismo tiempo, se designaron como candidatos a gobernadores de estado a numerosos oficiales retirados. En consecuencia, el creciente desprestigio del gobierno de Hugo Chávez, surgido a finales del último año de su gestión presidencial, y todo lo ocurrido después de su muerte con el desastre madurista, han logrado borrar del sentir de los venezolanos la credibilidad que otrora ostentaba la Fuerza Armada Nacional. Esta hábil maniobra ha neutralizado su posibilidad de influir positiva y eficazmente en la solución de la crisis nacional. Su peso histórico se debilitó totalmente. Hay que recordar que, hasta 1998, la institución armada competía en credibilidad en el primer lugar con la Iglesia Católica en cualquier sondeo de opinión.
La segunda forma de acción: atemorizar a los cuadros militares, comenzó inmediatamente después del retiro del general en jefe Raúl Baduel. Su discurso, en el acto de entrega del Ministerio de la Defensa, mostró que el general Baduel tenía una percepción equivocada de lo que era realmente la autocracia chavista, al creer que él, uno de los juramentados en el Samán de Güere, que había tomado la decisión de no insurreccionarse el 4 de febrero por considerar que el golpe de Estado iba a fracasar, pero que había mantenido y demostrado su lealtad a Hugo Chávez en el momento complejo de su renuncia y prisión, tenía derecho de fortalecer su imagen y ambicionar transformarse en uno de los líderes del movimiento. Craso error. Fue hecho preso, pero su detención no era suficiente. Había que desacreditarlo y además vejarlo públicamente. La detención de un general en jefe de la importancia del general Baduel tenía que ocurrir de una manera paradigmática: un grupo de funcionarios subalternos de la Dirección de Inteligencia Militar lo condujo a empujones a su sitio de reclusión y ese tratamiento se ha mantenido en el tiempo. Un caso similar fue el ocurrido durante la detención del general de brigada Ángel Vivas Perdomo. Su gesto de valentía al no permitir el allanamiento de su hogar condujo a un plan que permitió su detención por medio de la fuerza, el vejamen y el maltrato físico injustificados.
Esa ha sido la política represiva hacia los militares que, conscientes de sus deberes y obedientes a la Constitución, no han aceptado adherirse a una ideología política, ni mucho menos asumir una conducta de militante partidista. Lamentablemente, esa política ha sido dirigida con el apoyo y la participación de los altos mandos que decidieron claudicar en los principios y valores que juraron defender. Por esta razón, mi estimado compañero de armas coronel Manuel Ledezma Hernández publicó recientemente, en su página web un artículo en el que presenta una lista de 48 militares presos, por motivos políticos, titulado: “Presos y olvidados”. En ese artículo, entre otras cosas, expresa lo siguiente: “Reclaman histérica y furiosamente que los ‘militares’ no han intervenido, pero se hacen los ‘locos’ cuando algunos de esos militares han exigido que se respeten la Constitución y las leyes, o simplemente se han negado a cumplir órdenes arbitrarias que violan los derechos humanos y van a parar con su humanidad a una deprimente y asquerosa celda donde son víctimas de vejaciones y torturas, donde sus derechos humanos no tienen ningún valor. Ellos son militares y pueden soportar ese vil tratamiento, pero lo que no soportan es el sufrimiento y los vejámenes a que son sometidos sus familiares cuando intentan visitarlos… Esos profesionales militares están olvidados, ignorados, por las organizaciones que se dicen “’defensoras’ de los derechos humanos”. Realmente, esa lista es más numerosa, pero en virtud del secretismo y el terror utilizado por la dictadura, es muy difícil determinarlo. Yo agregaría la vergüenza histórica y la tristeza que nos produce, a quienes una vez ostentamos el honor de conducir a nuestros subalternos orientándolos en la práctica de los deberes y principios profesionales, ver la actuación de algunos militares que se han transformado en crueles verdugos de sus compañeros de armas. ¿Qué responderán cuando la justicia les reclame esta ignominia?
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional