El consejero adjunto de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Rick Wadell, habla de Venezuela como “Estado fallido” a la vez que señala que se convertirá “en la segunda dictadura de Latinoamérica”. Hace oficial, así, el diagnóstico de un cáncer que se instala en el cuerpo de las democracias de la región, sin más, y que irá contaminando hasta hacer metástasis sino llega a tiempo la medicina adecuada.
Me imagino la sincronía que hará juego entre Caracas y Bogotá, pues el terrorismo y el narcotráfico junto a su guerrilla histórica, las FARC, pasan a ser ahora cosa buena, males olvidados, aspirantes al poder total neogranadino.
Entretanto, el Departamento de Estado, por voz del subsecretario Francisco Palmieri, insiste en la preferencia de Washington por “una solución pacífica acordada por los venezolanos”, siguiendo al pie la doctrina Shannon. La ayuda o presión multilateral, para ello, en opinión de los diplomáticos latinoamericanos –entre otros Juan Gabriel Valdés y José Antonio Belaunde– ha de provenir de los “vecinos suramericanos”. No más allá.
Fuera de las medidas de retorsión esencialmente financieras y las de carácter individual que aplica la administración Trump a la dictadura criminal y desembozada de Nicolás Maduro –una dictadura que se aproxima, como un huracán que no llega o acaso puede cambiar de rumbo para algunos– lo veraz es que no habrá intervención militar suya. El general H.R. McMaster, asesor de la Casa Blanca, la considera improbable: para no darle excusas a Maduro sobre los problemas que él mismo le causa a su propio país.
Sin embargo, nunca como ahora e incluso siendo tarde, tras largas complicidades delictivas y prácticas abiertas de corrupción que se hacen evidentes sin escandalizar, la comunidad internacional en su conjunto acepta que, efectivamente, hubo una ruptura del orden democrático y constitucional en Venezuela. No reconoce a la fraudulenta e inconstitucional asamblea constituyente que impuso el mismo Maduro como hecho de fuerza, apalancado por su Fuerza Armada, sobre la realidad institucional y política que resta del país. Pero hasta allí, nada más. Huelgan los muertos y torturados, para los que basta un informe de la ONU pidiéndole corrección a los asesinos y torturadores.
Todos, por lo último, habríamos de estar contentos; pero no tanto, menos los perseguidos, pues la dictadura constituyente ha cristalizado. El propio Maduro ha dicho a los opositores que aspiran, por vía pacífica y electoral, a hacerse gobernadores de estado bajo su régimen, que de no someterse a los dictados de aquélla serán destituidos.
Por lo visto nadie nos auxiliará desde afuera. Antes bien, todos a uno esperan que seamos nosotros mismos, los venezolanos, quienes carguemos sobre las espaldas nuestro pesado fardo. Y en esa estamos. Lejos, muy lejos, queda la experiencia del Holocausto, cuando la misma comunidad internacional acepta como límite de la soberanía de los Estados el respeto y la garantía universal de los derechos humanos, entre estos, el de la libertad.
La tarea de volver a conquistar la democracia corresponde hoy, pues, a las propias víctimas de la dictadura. No será tarea fácil, como no le fue fácil a los miembros de la generación de 1928 ganar la república civil que casi dura medio siglo y nos saca de las letrinas, después de un esfuerzo de madurez decantada, de lucidez progresivamente adquirida, y con probidad insobornable durante dos largas dictaduras.
Somos y seremos los actores de nuestro propio teatro, con un público que asiste, pero no está dispuesto, lo ha dicho, a suplir libretos ni subir al escenario. La cuestión de fondo, por consiguiente, es la narrativa que queramos darnos como protagonistas del drama propio.
Juan Manuel Santos, nuestro vecino, ha optado por una. Ha pasado la página sin taparse las narices. Negocia con el Señor de los cielos y recrea su trama. Es el costo de la paz, lo que le agrada a la audiencia, se dice para sus adentros. No sé si pensarán lo mismo las generaciones del futuro. A lo mejor sí, pues hasta se cuenta con un nihil obstat apostólico.
En Venezuela parte de sus actores avanzan sobre un riel similar.
Hasta ayer y todavía, en su defecto, bebo de las fuentes del cristianismo, ancla de una civilización que, al parecer declina: Me refiero a la que admite el pluralismo de las opciones, a la vigencia de una libertad política anclada en valores compartidos, a “la integridad moral mínima de una sociedad humana” que busca alejarse del peligro de la invertebración poniendo por encima del todo el respeto a la dignidad humana.
El papa Ratzinger hubo de renunciar. Entendía y sabía bien que la expulsión de Dios de la vida pública y su sustitución, por el dogma del relativismo, llegaba para hacer de las suyas. Intuyó que a través de diálogos sin raíces, en nombre de la democracia, de la corrección política, se archivarían historias de crímenes inenarrables y fuerzas globales coludidas conspirarían a favor de ello; y que hasta lo lapidarían de ser necesario.
“[E]l hombre, que sabe hacer tantas cosas, siempre sabe hacer más; y si su saber hacer no encuentra su medida en una norma moral, el resultado será inevitablemente, como se puede comprobar, un poder de destrucción”, advierte ya en 2005, en el monasterio de Santa Escolástica. “Su capacidad para disponer del mundo –afirma antes– ha hecho que su poder de destrucción haya alcanzado unas dimensiones que, a veces, nos causan verdadero pavor. En ese contexto, surge espontáneamente la idea de la amenaza del terrorismo, esa nueva guerra sin límites y sin frentes establecidos”.
Venezuela y Colombia, qué duda cabe, son el laboratorio del mal absoluto, dirigido desde La Habana, meca del pacifismo globalizador.
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