El título de esta nota reproduce el inicio del artículo 58 de la Constitución venezolana, la única del mundo en explicitar la esencial inherencia del pluralismo en la libre comunicabilidad, vale decir la inexistencia de esta si desprovista de aquella extensión. Una libertad que no libera, que no es usufructo de todos y es acaparada por privilegiados o algún big brother, siempre se metamorfosea en su contrario, en proteicos abusos de poder, en monódicas voces del amo. Nada que ver, obviamente, con el bastardo pluralismo del more of the same; el que la Constitución invoca es el genuino y coral que se genera por copresencia de múltiples, libres y desiguales emisores, medios, fuentes, códigos, canales, criterios, orígenes, voces y estilos, inductores de opiniones públicas bien informadas, de ponderación, mutua tolerancia y democracia.
Ese hermoso postulado nunca se cumplió y hoy figura entre los imperativos constitucionales más salvajemente violados por su mismo promulgador, el teniente coronel Chávez, quien durante los 5.060 días de su reinado dedicó 243.404 minutos (casi un semestre) repartidos en 2.334 emisiones obligatorias de radio y televisión en cadena, a la intoxicación ideológica de la gente, robándole su libertad de emitir y recibir a medios y perceptores nacionales e internacionales, mientras exilaba líderes de opinión y compraba, cerraba, vetaba, o llevaba a la ruina decenas de órganos de información que adversaban su despotismo. El dictador siguiente elegido por el castrismo tras la muerte del primero, un obediente y telemanejado apparatchik, viene acelerando y extremando esa destrucción de pluralidad: se ha especializado en expulsar corresponsales extranjeros y retirar pasaportes, y en estos ocho meses de 2017 se ha dado el lujo neroniano de silenciar otros 49 medios. Su más reciente medida, el cierre de dos emisoras radiales capitalinas de arraigo y el oscurecimiento de las dos televisoras colombianas Caracol TV y RCN, se presta a reflexiones.
La primera es terminológica, de interés general y a la vez específico para profesionales y estudiosos de la comunicación (aunque trascienda ese mero aspecto). Cuando intentamos adjetivar, para denunciarlos, los graves problemas de comunicación creados por el chavismo, olvidamos que la comunicación es un enviar y un recibir, y manifestamos la errónea tendencia –de origen liberal-individualista anglosajón– a cobijar sus complejas y disímiles manifestaciones bajo el único estereotipado estándar de una pérdida de “libertad de expresión”. Al hacerlo, terminamos reduciendo los delitos de lesa comunicación solo a aquellos que disminuyen o suprimen la libertad del emisor, sin parar mientes en su más importante reverso: las masas de perceptores, o audiencias –tan protagonistas de la relación comunicacional como el emisor– contra cuya libertad de acceder a fuentes libremente seleccionadas también puede restringirse o suprimirse (para obviarlo, México se dio recientemente una ley sobre Derechos de las Audiencias). La triple estrategia de la dictadura contra la libertad de comunicar con pluralismo es clarísima y articulada: maximizar el poder emisor del régimen, minimizar el de la disidencia, propiciar un aislacionismo comunicacional que anule la presencia en el dial y en la red de terceras voces indeseables.. Vistos los catastróficos resultados de la primera de esas estrategias, el régimen terminó privilegiando las otras dos, y es ante esa parte destructora que le resta fuentes a los perceptores eliminando medios, sitios y voces críticas o disidentes, donde mejor se constata la insuficiencia de la fórmula feeedom of expression, que debería cuando menos acompañarse de una freedom of reception de igual rango. La conmutación léxica hoy más empleada en el país para indicar algo que se aproxima a esa libertad de recepción es “derecho a la información”, un giro insuficiente que reduce a la mera dimensión periodístico-informativa el complejo nivel de incomunicabilidad que genera el bloqueo de acceso a fuentes plurales y libremente elegidas. La sistemática violación gubernamental del artículo 58 constitucional afecta pues la totalidad de los procesos comunicantes del venezolano, incidiendo profundamente en su relacionamiento y socialización. Hay emisores por un lado y usuarios, perceptores o audiencias por el otro. La libertad/pluralidad del comunicar debe defenderse por igual/tanto en fase emisora como en fase receptora, siendo de un mismo rango el derecho de expresarse libremente y el de acceder a aquella libre expresión. Finalmente: conviene no olvidar que por encima de los dos casos específicos, la “libertad de expresarse” referida al emisor, y “la libertad de recibir” al perceptor, existe un noble y poco empleado término genérico, consagrado por la carta magna, que es precisamente “comunicación”, el cual abarca la totalidad de la relación. Habrá que seguir usando, cuando sea del caso, la fórmula anglosajona “libertad de expresión”, pero hay que recuperar el pleno empleo del más rico y polisignificante término “comunicación” que nos han legado griegos y latinos. Una manera –dicho sea de paso– de rendir un mínimo y permanente homenaje a aquella Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que no nació en ámbito anglosajón, que redactaran en 1789 gentes de cultura latina (Lafayette, Condorcet, Mirabeau, Mounier, entre otros), y cuyo artículo XI no defiende tan solo la libertad de expresión, sino “la libre comunicación de los pensamientos y opiniones” como “uno de los más valiosos derechos del hombre”.
La otra consideración concierne la sustancia política del problema: la estrategia chavista del silenciamiento interno y el progresivo aislamiento comunicacional del país.
El aislacionismo, el devolver a su país decenas de corresponsales extranjeros, el llevar a tribunales a quienes reproducen en medios nacionales noticias internacionales mal vistas por el régimen o el prohibir la retransmisión en el país de cuanta agencia o emisora internacional tenga una visión crítica de nuestra realidad, es la más estúpida, extemporánea y contraproducente de las estrategias chavistas, pues ha hecho más que mil embajadores para regar por el mundo la certitud de que en Venezuela vivimos en dictadura. En los años ochenta, en plena Guerra Fría, un colega soviético reveló a quien escribe que la URSS gastaba 1 millardo de kilovatios anuales para introducir ruido en las emisiones que los occidentales dirigían a Rusia, y que tal esfuerzo no hacía sino agudizar la sed y la ingeniosidad de la gente para captarlas. Sucedió decenios antes de la irrupción de Internet, lo que eleva a “n” potencia la estupidez del aislacionismo comunicacional chavista inspirado en una férrea dictadura cubana sumida en el oscurantismo y el atraso tecnológico. Eso de embozalarle al venezolano las voces del mundo y aumentar progresivamente los controles sobre la red debieron ser, con toda probabilidad, recomendaciones del ex ministro cubano de Informática y Comunicaciones Ramiro Valdés, admiradísimo por el Chávez que le compró centenares de emisoras para las comunitarias y los nuevos pasaportes, plantó con él la bandera cubana en el Panteón, le confió, absurdamente, la presidencia de una comisión venezolana para problemas energéticos y en marzo 2009 se dejó convencer a firmar un decreto presidencial (el 6649) que prohíbe en la administración pública venezolana el uso de la telefonía celular, las plataformas tecnológicas y el empleo de Internet, declarados gastos suntuarios y superfluos (¡sic!). ¿Qué más esperar de un consejero cubano que declaró un día en un congreso que Internet era “una diabólica invención del capitalismo para la destrucción de la humanidad”?
La minimización chavista de la vocería nacional disidente, cada día más próxima a su meta final, representa, en perspectiva política, una de las facetas más exitosas del proclamado hegemonismo comunicacional que el régimen persigue impertérrita y oficialmente. En la España, hoy felizmente periclitada, la autoridad mataba de espada a los criminales de casta y de garrote vil a los del pueblo llano. Pudiera decirse, con metáfora imperfecta pero pertinente, que el castrismo mató de espada los medios cubanos, y que a nosotros nos tocó durante dieciocho años el lento y doloroso garrote vil, que en el prioritario campo radioeléctrico han venido aplicando con celo los pequeños Goebbels que han presidido Conatel, un ente regulador del buen uso de las frecuencias convertido en comisariato político de la dictadura, y en el impreso un monopolio estatal del papel-imprenta. Las dictaduras siempre se fabrican una lógica interna tan implacablemente coherente como la de las tiras cómicas. La nuestra es de estirpe militarista, y ha impuesto al país y sus comunicaciones una lógica, un lenguaje y una acción que solo tienen alguna razón de ser en tiempos de guerra. Hay que yugular los medios disidentes porque todo disidente es un enemigo; todo protestatario un traidor a la patria a juzgar en tribunales militares; todo crítico un aliado de poderosos enemigos externos; toda denuncia de delitos gubernamentales un crimen de lesa patria; no ser adictos al régimen (Maduro dixit) es “conspirar en el golpismo”; las grandes manifestaciones de calle se liquidan hasta con un centenar de muertos. ¡Temibles ucase para informadores! La porción mayor del silencio o la neutralidad mediáticos son hoy aportes de la autocensura, máxime en el medio radio, cuya mayoría de emisores aceptaría de buena gana hasta las cadenas presidenciales si el régimen tuviera la gentileza de cancelarles el tiempo utilizado.
Pero acá también el chavismo se equivoca. En tiempos de Internet las intoxicaciones o hipnosis políticas de enteras sociedades al modo soviético o nazifascista ya no son posibles, y el ideal goebbeliano de “convertir una ideología en religión de Estado” es una quimera. Entrabar el normal funcionamiento de los transportes públicos, de la telefonía y de la red durante las manifestaciones de la oposición es recurso pueril, más propio de miserables caciques de pueblo que de jefes de Estado. El cierre a granel de emisoras nacionales e internacionales no solo confirma internacionalmente el carácter dictatorial del régimen, sino que refuerza en el venezolano el anhelo de libertad.
La ilegítima constituyente cocina ahora una nueva ley contra el odio, que pudiera convertirse en la clava para el golpe de gracia a lo que queda de libertad con pluralismo. ¿Estarán repitiendo la Historia por haberla olvidado, desconocen importantes antecedentes? En julio 2009, por ejemplo, la fiscal Ortega presentó a la Asamblea chavista un proyecto de ley especial sobre delitos mediáticos, abortado, cuyo artículo 11 castigaba con prisión de dos a cuatro años a quien promoviere “la guerra, la violencia, o el odio u hostilidad entre sus habitantes”. Será un olvido táctico; lo que no pueden absolutamente ignorar que antes, entre 2004 y 2005, ellos mismos (Maduro, Flores, Tascón, Vivas, Carreño, Varela y otros) sí lograron introducir cambios en el Código Penal finalizados a castigar “delitos de expresión”, “terrorismo mediático”, la “instigación al odio entre venezolanos”, la “conspiración”, la “exposición al desprecio u odio público” y el “crear pánico”. Los artículos por ellos modificados fueron el 286, el 296A, el 297A, el 297B y el 444. Las penas son allí igualmente severas, con una muy relevante precisión: que todas ellas son “aumentadas de un tercio si el delito es cometido por funcionario público”.
¿Reconfirmarán los neolegisladores en su nueva ley este fundamental precepto o lo mandarán a borrar del Código Penal? Cosa grande sería que lo dejaran, para que el día que vuelva la justicia y haya entonces base jurídica para enjuiciar las cúpulas de los regímenes chavistas que llevan casi veinte años llamando, en cadena nacional, al desprecio del “escuálido” y al odio de clase.
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