El planeta y en especial el hemisferio occidental han sido acontecidos por una serie reciente de desastres naturales como los huracanes Irma, María y otros, y por diversos terremotos, siendo el más devastador, hasta ahora, el nuevo de México. En verdad, al menos en lo que se refiere a los huracanes, no se trataría de fenómenos enteramente naturales, porque el cambio climático impulsado por la acción del hombre tendría su parte de responsabilidad, y en lo absoluto marginal.
Hay otros fenómenos devastadores que también se suceden en el mundo y de los cuales no solo no escapa nuestro hemisferio, sino tampoco nuestro país. De hecho, Venezuela es el símbolo presente de lo peor de una hegemonía despótica, depredadora, corrupta y envilecida, es decir, de una dictadura, ya sin tantos disimulos. Y bien sabemos que esto no pertenece al dominio de cataclismos ambientales, sino al campo de la inhumanidad del poder.
Con todos sus avances científicos, la especie humana no tiene la capacidad de previsión suficiente –y en algunos de previsión alguna–, sobre determinados eventos que los legos como este servidor llamamos “catástrofes de la naturaleza”. Me disculpan los expertos, pero debo intentar expresarme y seguramente lo estoy haciendo de manera muy precaria, aunque tengo la esperanza de darme a entender.
En cuanto a las dictaduras y sus sucedáneas habilidosas: las neodictaduras o dictaduras disfrazadas de democracia, la cosa cambia. La capacidad de las naciones para encontrar salidas que superen esas tragedias está claramente demostrada por la historia, si bien es cierto que los procesos de superación de los despotismos –de cualquier signo ideológico– no sean fáciles y, en no pocas situaciones con costos dolorosos, e incluso extremos.
Para ello no se necesitan observatorios especializados, o redes satelitales en constante vigilancia, o sistemas avanzados de monitoreo sismográfico. No. Se necesita el compromiso decidido de una conducción política que aspire a representar a la sociedad sojuzgada, oprimida y saqueada. Y no a representarla con discursos o profusión de tweets, sino con la propia vida, dadas las circunstancias. Más de 100 venezolanos, sobre todo jóvenes, honraron al país en tiempos recientes con ese compromiso personal, y dieron su vida para que el conjunto de los venezolanos pudiera recuperar una vida digna y humana.
En Venezuela los derechos humanos son continuamente violentados y, además, despreciados. Comenzando por el derecho humano capital, el derecho a la vida, y por los derechos de alimentación y salud, y ni hablar de las garantías políticas y civiles que están reconocidas en la Constitución de 1999, pero que son letra muerta en el proceder de la hegemonía roja. Un huracán y un terremoto no pueden causar daños tan profundos y extensos al tejido político, económico y social de un país. A menos que, como le gusta presentar a Hollywood en muchas películas, se trate de “eventos de extinción general”, verbigracia el impacto terrestre de un meteoro de proporciones fulminantes…
Nuestra patria se encuentra sumida en una catástrofe humanitaria, o una mezcla destructiva de violencia criminal con desnutrición y colapso del sistema de salud, entre otros factores notorios. Nada de esto es consecuencia de una situación ambiental o natural, como un terremoto histórico o una secuencia de huracanes. La tragedia de Vargas, cuyas secuelas, por cierto, aún subsisten, ocurrió hace casi 18 años. Pero a lo largo del siglo XXI hemos padecido una tragedia de alcances más destructivos para todo el país.
La tragedia de un proyecto de dominación que ha engendrado una boli-plutocracia que sigue imperando sobre los escombros de Venezuela. La dictadura que representa Maduro y los suyos, empezando por sus patronos en La Habana, es mucho peor que las catástrofes de la naturaleza que asolan, en especial, nuestra parte del mundo. Que Dios nos libre también de estas.
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