Me escandaliza, pero no me sorprende, escuchar al ex presidente de Colombia Ernesto Samper en amplia perorata ante un pleno de las FARC, ahora partido político. A sus integrantes les llama camaradas y aconseja avanzar, en lo adelante, hacia la construcción de un partido de movimientos que reúna a los “progresistas”.
Veo repetir ese término –“progresismo”– en la cuenta de Twitter de un periodista a quien aprecio y por ello me sorprende, aquí sí, pues saluda al alcalde hoy en el exilio David Smolansky, a propósito de la foto que se tomó junto a varios ex presidentes miembros del Grupo IDEA. Le hubiese gustado verlo acompañado de “progresistas”.
David, como su abuelo, expulsado por la Ucrania comunista, y como su padre, expulsado por la Cuba fidelista, hoy repite la saga desde la Venezuela de Maduro, en una suerte de fatal paradoja. Y se reúne en Nueva York, en efecto, con varios ex gobernantes: Laura Chinchilla, Luis Alberto Lacalle, Jorge Quiroga, Álvaro Uribe y José María Aznar, siendo yo un testigo de excepción.
Lo cierto es que los mandatarios del caso son, simplemente, demócratas. Pasaron sus pruebas de fuego y respetaron, a diferencia de los áulicos del socialismo del siglo XXI, el principio de alternabilidad en el ejercicio del poder. Se trata de demócratas sin apellidos.
Hasta la caída del Muro de Berlín se habla en los países comunistas de “democracia directa”, la que llegada el siglo XX muda para los causahabientes de esa trágica experiencia histórica en “democracia participativa”; ello, dentro del marco de una nueva calificación modélica engañosa, la ya citada, la de socialismo del siglo XXI, pues preocupa a sus partes asumir públicamente lo que son y siguen siendo, comunistas o herederos de estos.
No imaginaban, sin embargo, que ese nuevo odre nominal en el que vaciaran su vino viejo se derramaría. Contaminaría hasta el paroxismo a su entorno geopolítico regional, hasta hacer aumentar la podredumbre criminal y de Estado que hoy avergüenza a propios y ajenos en todo el mundo.
El socialismo del siglo XXI es ahora sinónimo de colusión militante, además, con crimen del narcotráfico, con el tráfico internacional de sus dineros sucios, manchados de sangre. Odebrecht, por cierto, es apenas la punta del iceberg que se muestra desde Brasil y corre por toda América Latina.
El asunto es que el daño que le ha hecho a la izquierda marxista o filomarxista ese bodrio, suma de cinismo y desembozado pragmatismo, inventado por Fidel Castro y Lula da Silva, teniendo como peón de avanzada a Hugo Chávez, por dominar las mayores riquezas petroleras del planeta, ha sido inconmensurable. Pero cabe reconocerles a sus autores y discípulos una capacidad infinita para la reconversión. De allí que apelen, como lo hace Samper, a otro adjetivo que sostenga la división de pueblos y ciudadanos, y que a la vez reúna a la feligresía maltratada y avergonzada por los delitos de sus predicadores, amalgamándola, limpiándole el rostro a los símbolos prosternados. El progresismo les viene como anillo al dedo.
Se trata de un término viejo. En la actualidad busca rescatar la esencia de los mitos movilizadores o las ideas de fuerza que antes fueran usadas por el Foro de Sao Paulo, desde hace 27 años, casi una generación: la trivialización de los derechos humanos hasta cubrir bajo el rubro de derechos civiles a todas las formas más arbitrarias de invertebración social que propulsa la globalización, incrementándola, para dominar; a profundización en el derecho a la diferencia, a objeto de diluir la común ciudadanía democrática y relajar los límites democráticos del pluralismo, hasta permitir que, a través de la elección democrática todo pueblo tenga derecho de decidir entre la democracia y la autocracia “progresista”; y el pragmatismo económico, es decir, la práctica del capitalismo salvaje para alimentar con sus dineros la resurrección del collage ruso-cubano agotado y a la par denostar de la misma globalización y el capitalismo.
El progresismo es, sin lugar a dudas, una mezcla utilitaria de liberalismo y socialismo, un sincretismo de laboratorio cuyo norte es la confrontación contra el status quo, a saber, la democracia sin apellidos, ajena al relativismo, a lo “políticamente correcto”, justamente por cuanto la democracia como sistema y como derecho humano totalizador –forma de vida, estado del espíritu– tiene un límite moral infranqueable que bien recordaba Norberto Bobbio: Las mayorías democráticas no pueden usar de sus mayorías para acabar con la misma democracia y sus elementos esenciales, respeto a los derechos humanos, todos para todos; separación de poderes; Estado de Derecho; libertad de prensa; alternabilidad en el ejercicio del poder; rendición de cuentas; transparencia; pluralismo de alternativas democráticas; subordinación de las armas al poder civil; lo que es más importante, circunscripción de los derechos humanos a los que, por provenir de la dignidad inmanente de la persona, son auténticamente universales y universalizables.
La cuestión del progresismo, en lo adelante, es que para lo sucesivo lo invocan el impresentable Samper y el narcotráfico. Tras su elaboración y anunciarse como una opción discutible por intelectuales libres de sospecha –una tercera vía que acabe con los extremos que polarizan y rescate la iniciativa de la persona como el valor de sus capacidades– ahora es secuestrado. Pasa a ser la compuerta, el adjetivo de ocasión para quienes huyen de la justicia y han incurrido en los crímenes más atroces, en nombre del socialismo del siglo XXI; ese que Fidel Castro pone al descubierto antes de morir: “… es comunismo”, precisa en 2010, hace siete años, en vías hacia su traumático derrumbe.
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