Dice el señor Murry que los autores de relatos breves más valorados en Inglaterra están de acuerdo en opinar que, como autora de narraciones cortas, Katherine Mansfield era fuera de serie. Nadie la ha sucedido y ningún crítico ha sido capaz de nombrar su calidad. Pero este asunto no le incumbe al lector del diario de Katherine Mansfield. Lo que nos interesa de su libro no es ni la calidad de su escritura ni el nivel de su popularidad, sino el espectáculo de su mente –una mente terriblemente sensible– recibiendo una tras otra las impresiones fortuitas de ocho años de vida. El diario fue un compañero místico de la autora. “Ven mi nunca visto, mi desconocido, hablemos”, escribe cuando inicia un nuevo volumen. En el diario anota hechos: el tiempo, un compromiso; esboza escenas; analiza su carácter; describe a una paloma, un sueño o una conversación; nada podría ser más fragmentado; nada más privado. Nos parece estar contemplando una mente a solas consigo misma; una mente que piensa tan poco en el lector que incluso de vez en cuando utiliza una taquigrafía propia o, como tiende a hacer la mente en su soledad, se divide en dos para hablar consigo misma. Katherine Mansfield sobre Katherine Mansfield.
Pero a medida que se acumulan los fragmentos, nos vemos dándoles orden, o más probablemente, recibiendo de Katherine Mansfield una dirección. ¿Desde qué perspectiva contempla la vida, ahí sentada, con su terrible sensibilidad, mientras registra impresiones tan diversas? Es una escritora; una escritora nata. Todo lo que siente, oye y ve no es fragmentario ni desplazado; pertenece en conjunto a su escritura. A veces apunta a comentarios pensados directamente para un relato. “A ver si cuando escriba sobre aquel violín recuerdo cómo asciende y desciende triste; cómo busca”, anota. O bien, “Lumbago. Es algo muy extraño. Tan repentino, tan doloroso. Tengo que recordarlo cuando escriba sobre algún anciano. La iniciativa de levantarse, el descanso; la mirada furiosa, y cómo, de noche, echado en la cama, uno se percibe bloqueado…”.
De nuevo es el momento mismo el que añade el verdadero significado, y la autora traza un esbozo para conservarlo. “Está lloviendo, pero el aire es suave, brumoso, cálido. Grandes gotas de lluvia repiquetean sobre las lánguidas hojas, las flores de tabaco se inclinan. Ahora se oye un susurro en la hiedra. Ha aparecido Wingley del jardín de al lado; salta desde la pared. Y con cuidado, levantando las patas, estirando las orejas, muy asustado de que le alcance la gran ola, atraviesa el lago de hierba verde”. La hermana de Nazareth “pide dinero mostrando sus encías pálidas y sus dientes grandes y descoloridos”. El perro delgado. Tan delgado que su cuerpo es como “una jaula sobre cuatro estacas de madera”, corre calle abajo. De alguna manera la autora siente que el perro delgado es la calle. Todo esto nos hace estar entre relatos inacabados; aquí un principio; aquí un final. Solo necesitan un lazo de palabras que los recoja y complete.
Pero el diario es tan privado y tan instintivo que incluso permite que otro yo se separe del yo que escribe, que se separe y observe al primero cuando escribe. El yo que escribe es su yo extraño; a veces nada le induce a escribir. “Hay tanto por hacer y hago tan poco. La vida aquí sería casi perfecta si trabajara siempre que pretendo estar haciéndolo. Mira los relatos que esperan y esperan justo en el umbral…. Día siguiente. Pero pongamos esta mañana como ejemplo. No quiero escribir nada. El día está gris; pesado y monótono. Y los relatos parecen irreales, como si no mereciera la pena escribirlos. No quiero escribir, quiero vivir. ¿A qué se refiere? No es fácil de escribir. ¡Pero ahí está!”.
¿A qué se refiere? Pocos han sentido con mayor seriedad que ella la relevancia de escribir. Todas las páginas de su diario, por instintivas y rápidas que sean, su actitud hacia su trabajo es ejemplar, secreta, corrosiva y austera. No hay cotilleo literario; nada de vanidad, ni celos. Aunque en los últimos años tuvo que estar informada de su éxito, no lo menciona. Sus comentarios hacia su propio trabajo son agudos y críticos. A sus relatos les faltaba riqueza y profundidad, dice; solo conseguían “rozar la superficie, nada más”. Pero escribir solo la expresión correcta y sensible de las cosas no basta. Se tiene que fundamentar en algo no expresado; y este algo debe ser sólido y completo. Katherine Mansfield busca algo curioso y difícil, sometida a la desesperada presión de su enfermedad cada vez más grave. El rastro de su búsqueda aparece de forma esporádica, difícil de interpretar tras la claridad cristalina que se necesita para escribir con veracidad. “Nada valioso puede proceder de un ser desunido”, dice. Es imprescindible poseer salud interior.
Tras cinco años, y sin desespero, dejó de luchar por recuperar la salud de su cuerpo, porque creyó que su enfermedad era anímica, y que su curación no dependía de ningún tratamiento físico sino de una “hermandad espiritual” como la de Fontanebleau, el lugar en el que pasó los últimos meses de su vida. Antes de irse escribió el resumen de sus creencias, con el que concluye su diario.
Deseaba estar sana, escribe; ¿pero a qué se refiere con la palabra salud? “La salud”, escribe, “significa para mí poder llevar una vida plena, adulta, viviendo, respirando vida, en contacto estrecho con lo que amo: la tierra y sus maravillas, el mar, el sol… Además, quiero trabajar. ¿En qué? Deseo intensamente vivir para trabajar con las manos, con mis sentimientos y mi cerebro. Deseo un jardín, una casa pequeña, hierba, animales, libros, cuadros, música. Deseo ponerme a escribir a partir de esto, dando expresión a todo ello. (Aunque escriba sobre taxistas, no tiene importancia)”. El diario concluye con las palabras “Todo está bien”. Y puesto que murió tres meses después de escribir estas palabras es tentador pensar que representan cierta conclusión; una conclusión que la enfermedad y la intensidad de su propia naturaleza le llevaron a una edad en la que la mayoría de nosotros holgazaneamos entre apariencias e impresiones, entre diversiones y sensaciones que nadie amó tanto como ella.
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Este artículo fue publicado en The New York Herald Tribune, en septiembre de 1927. También fue incluido como prólogo al Diario de Katherine Mansfield que editara Lumen (Barcelona, 2008).
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