Pasa a menudo que las cosas importantes suceden cuando uno menos se lo espera. No estoy pensando en cuestiones fundamentales como elegir el camino menos andado, equivocarse sin quererlo o arrepentirse de repente de haber hecho algo mal.
Me refiero en este momento a detalles apenas perceptibles por los demás que a nosotros nos emocionan. Me gusta caminar solo. Pienso mientras tanto. En el trayecto diario cruzo calles reguladas por semáforos que unas veces me dan preferencia de paso y otras me la niegan desafiando al juez de la hora que vive anclado en la muñeca izquierda.
El tiempo pasa despacio si un auto me obliga a esperar frente a las rayas blancas del asfalto. En tramos del recorrido, los semáforos parpadean en ámbar para los carros dejando en la mano de quien conduce portarse cortésmente con el ciudadano o hacerle esperar. Cada vez que uno de ellos me cede el paso (yo soy el caminante) le doy las gracias moviendo la mano. A veces también asiento con la cabeza.
El otro día vi a un padre y a su hija iniciando el paso de peatones cuando el carro que se aproximaba se detenía permitiéndoles cruzar al otro lado. El padre le hizo un gesto de agradecimiento con la mano como este que contaba antes. Su hija le reprocha esa muestra de reconocimiento tachando a su padre de raro. El padre se justifica a la hija que sigue sin entenderlo. Siguen hablando hasta llegar a un vehículo y el padre se pone al volante para detenerse y ceder el paso a los peatones mientras su hija, muy observadora, le dice que nadie le da las gracias. El último peatón, una mujer de mediana edad, repite el gesto de la mano que había hecho su padre cuando era un peatón. Y el padre sonríe satisfecho de la lección que acaba de regalar a su hija.
La historia dura un minuto largo y la vi el otro día en un instante en que eché un vistazo a un anuncio que ponían en televisión. Este es uno de esos pequeños detalles a los que aludía al comienzo.
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