La semana pasada la noticia corrió velozmente, de boca a oreja, como suelen hacerlo las noticias que se transmiten casi en tiempo real por la milenaria “radio bemba”. Un nutrido grupo de indígenas de la etnia guarao habitantes de la comunidad de San Salvador, específicamente miembros de la pequeña comunidad de Janokosebe, posesos por la indescriptible violencia que engendra el hambre, se apersonaron en un centro de acopio de Mercal donde probablemente había una considerable cantidad de alimentos de los conocidos como bolsas CLAP.
La desesperación de los hambrientos habitantes de la llamada Tierra del Agua debió llevarlos a intentar entrar por la fuerza a las instalaciones del centro de acopio de los alimentos, cuando la turba se topó con los miembros de la fuerza pública policial. El “enfrentamiento”, que dice la versión oficial que hubo (no hay otra versión), dejó un lamentable saldo de un fallecido y cinco heridos de gravedad y consideración, si hemos de darle crédito a las primeras informaciones suministradas por reporteros populares que hacen periodismo comunitario en el Delta.
Horas más tarde de haberse registrado la arremetida de la fuerza pública contra la violencia famélica de los sempiternos pacíficos “señores de la curiara y de las aguas orinoquenses”, se conoció del traslado de varios heridos al vecino estado Bolívar para atenderlos en mejores condiciones médico-sanitarias, porque, a decir verdad, en estricto rigor veritativo, la salud pública en el Delta es un auténtico pandemónium. Aún resuena en la memoria de la sociedad deltana la bestial represión de la fue objeto la ciudadanía hambrienta que se volcó a las calles de Tucupita a protagonizar lo que se denominó –vox populi– “el tucupitazo por hambre”.
Es que uno de los rasgos más distintivos, groseramente sobresaliente, de la sociedad deltana en estas dos casi décadas de revolución socialista es la distribución inequitativa de la asignación que, por concepto de situado constitucional, le asigna el gobierno central (¿es necesario decir centralista?) a la gobernación deltana.
Es escandalosamente obsceno constatar la tragedia humanitaria en que la revolución bolivariana ha subsumido a nuestra milenaria nación aborigen guarao. Comunidades y familias enteras desperdigadas por todo el territorio nacional sometidas al vergonzante acto de mendicidad; hermanos indígenas guaraos que vagan en contra de su voluntad como si fueran una diáspora judía en su propio territorio. El hambre secular compulsiva es un flagelo social que diezma cada día con pasmosa estupefacción la densidad demográfica de la etnia guarao. Un eventual levantamiento censal de población indígena guarao arrojaría, sin un ápice de dudas, espantosos resultados muy cercanos a un cierto neomaltusianismo de izquierda inducido por el estatalismo bolivariano de raigambre madurista.
La masacre de Janokosebe, en el Delta Amacuro, revela en toda su dimensión trágica el terrible desamparo oficial a que se encuentra sometida la población aborigen guarao desde el oscuro fondo de los siglos hasta este aciago presente bolivariano social-destructivo.
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