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Che Guevara: espantosa mercancía (II)

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El derecho de ser libre (no el suyo sino el ajeno) era una de las grandes fobias que padecía el Che Guevara. El deseo de libertad lo entendía y condenaba como un grave delito. Es importante precisar que entre las funciones de los soldados revolucionarios (y él no era un soldado sino un dirigente) no están las de que pensar, ni mucho menos criticar a los líderes y los objetivos de la revolución, sino acatar las órdenes, servir con los ojos cerrados a la causa de la revolución, entregarse al sacrificio de la revolución, a la cárcel de la revolución.

La historia lo consagró como uno de los más férreos defensores de la aniquilación de las libertades, haciendo énfasis en la inutilidad de la prensa libre y del derecho de asociación, que definitivamente iban en contra del proyecto totalitario instalado en la isla desde 1959. En su libro Fidel y el Che (1988), el periodista y diplomático cubano José Pardo Llada, fallecido en 2009 en Colombia, le atribuye las siguientes palabras al Che: “Hay que acabar con todos los periódicos, pues no se puede hacer una revolución con libertad de prensa. Los periódicos son instrumentos de la oligarquía”. (Frases como estas las han repetido los Castro, Chávez, Correa, Morales, Ortega, Maduro y otros dictadores del SSXXI. Y también sus alumnos de Podemos, en España).

De la misma manera pensaba Guevara sobre el derecho de los trabajadores de protestar. En 1961, a solo dos años de que los rebeldes secuestraran los poderes públicos, siendo ministro de Industrias, se dirigió al pueblo en una alocución televisada: “Los trabajadores cubanos tienen que irse acostumbrando a vivir en un régimen de colectivismo y de ninguna manera pueden ir a la huelga”. Con este mandamiento el Che asfixiaba la sociedad civil cubana.

Era enemigo acérrimo de la pluralidad y el arte independiente: obstáculos provenientes de sociedades libres y abiertas como la estadounidense, su modelo adversario por antonomasia. No en balde en el nombre del Che, bajo la anuencia de su mitología, el castrismo castigó con saña a los simpatizantes del rock and roll y otras expresiones consideradas enfermedades ideológicas, desviaciones de la moral revolucionaria del “hombre nuevo”, que desde su muerte el propio Che pasó a simbolizar.

Sabía, al igual que Fidel Castro, que para posicionar un sistema comunista era imprescindible negar todo lo anterior, hacer añicos la historia, vilipendiarla, desaparecerla. Comenzar una ficción de cero aunque resultara una operación de genocidio cultural e histórico. Construir un país nuevo. Un ejército de autómatas al que irónicamente llamarían “hombres nuevos”.

En 1965 le dirigió una carta al editor del semanario uruguayo Marcha, publicada con el título de “El socialismo y el hombre en Cuba”, en la que afirma: “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo (…) De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Ese instrumento debe ser de índole moral, fundamentalmente, sin olvidar una correcta utilización del estímulo material, sobre todo de naturaleza social”.

En su atormentado ideario, el adoctrinamiento y la guerra iban de la mano. “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”, es la consigna con que cada día, desde hace décadas, son cruelmente adoctrinados los niños cubanos. Millones de niños y millones de adultos que no saben quién realmente fue el Che. Que han llegado a creer, por una mezcla de necedad y esperanza, que de haber estado vivo el Che hubiera sido diferente a los hermanos Castro. Víctimas que siguen desconociendo su larga lista de asesinatos, sus odios, sus desmanes frente al Ministerio de Industrias y el Banco Central, su identificación con los más desalmados métodos comunistas de control, su espíritu colonizador que lo llevó a naufragar en África y al ocaso en la selva boliviana.

No es un secreto que los homosexuales también fueron blancos habituales de su aversión. Pero el irónico y terrible desconocimiento de sus acciones y la perspicacia de la izquierda en manipulación de las llamadas ideologías de género, hacen que en manifestaciones de la comunidad LGBT pueda verse como algo cool, y no como un error espantoso, desplegar banderas o vestirse con la imagen del Che, un homofóbico recalcitrante responsable de la reclusión de cientos de gays en campos de trabajo forzado de donde muchos no salieron con vida.

Lo mismo hizo con muchos que profesaban una fe religiosa. También los consideraba enemigos de la revolución, rezagos del pasado republicano que la revolución comunista tenía que destruir, gusanos a los que había que exterminar. Igual que a quienes no plegaran su producción artística o intelectual a la propaganda revolucionaria. Esa era la verdadera revolución por la que habían tomado las armas. Quiénes quedaran fuera eran enemigos, y como él mismo dijera en las Naciones Unidas en su discurso para justificar los fusilamientos: “Nuestra lucha es una lucha a muerte”.

Este ídolo de los jovenzuelos carnada, o corderos, de la gigantesca marcha, siempre desbocada, de la izquierda: es un peligroso anzuelo. La realidad es que Guevara, mito de bisoños discípulos de universidades de Occidente, era lo más contrario al progreso que se pueda ser. Curiosamente, no pocos de los que se hacen llamar progresistas, los “progres”, aletean en sus marchas y arengas el retrato del guerrillero comunista, sin conocer quién fue ni sus verdaderos objetivos.

Con su descarnado espíritu guerrerista, Guevara, quien la izquierda aún intenta vendernos como paladín del pacifismo, redactó el artículo “Táctica y estrategia de la Revolución cubana”, que apareció en la revista Verde Olivo, órgano oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias: “El camino pacífico está eliminado y la violencia es inevitable. Para lograr regímenes socialistas habrán de correr ríos de sangre y debe continuarse la ruta de la liberación, aunque sea a costa de millones de víctimas atómicas”.

En octubre de 1962, en la llamada Crisis de los Misiles, la adrenalina belicista de Guevara y su odio hacia Estados Unidos se exacerbaron. La frustración sobrevino cuando las tensiones entre Cuba, la URSS y Estados Unidos no llegaron a empujar al mundo a un conflicto nuclear. Jamás se curó mentalmente de que los soviéticos retiraran de la isla las armas de destrucción masiva, impidiéndole lanzarlas contra su más odiado enemigo: “Si los misiles hubiesen permanecido en Cuba, los habríamos usado contra el propio corazón de Estados Unidos, incluida la ciudad de Nueva York”, le relató en una entrevista a Sam Russell, periodista del London Daily Worker.

La ceguera o la complicidad de la izquierda seguirá alegando que la violencia del Che estaba entregada a la liberación de los pueblos oprimidos de la Tierra, y que las víctimas, es decir, las bajas, se justifican en esa lucha necesaria. No olvidemos que los muertos de la izquierda casi nunca son muertos. Suelen entrar en la categoría técnica y vulgar de “bajas”. Escalones para el “progreso”. Las guerras de la izquierda no son guerras. Son luchas sociales. Y Guevara es uno de sus mitos. Su santo con fusil.

Decenas de libros, investigaciones, artículos, sus propios discursos y diarios y varias biografías (próximamente, como parte de esta serie, le dedicaré una columna a La máquina de matar, biografía definitiva del Che Guevara, del argentino Nicolás Márquez) revelan cómo el currículo de este genocida comenzó a engrosarse de homicidios en la guerra de guerrillas de la Sierra Maestra, donde apretó el gatillo por primera vez contra sus propios soldados. Allí, como le contó a su padre en una carta, descubrió que le gustaba matar. Increíble arqueología psicológica que no pudo contenerse (es llamativo cómo el Che se atrevió a expresar cosas terribles que Castro también pensaba, pero que por estrategia nunca expuso). No fue un guerrillero heroico como lo vende el castrismo. Fue un psicópata. Un genocida al servicio de las causas humanitarias de la izquierda mundial. 

Los discursos de Guevara eran declaraciones de guerra contra la individualidad, cizañas para fomentar resentimiento entre las clases sociales, peroratas ideológicas, sofismas sobre el capitalismo, el consumismo, las instituciones democráticas. Pero, ironías de las dictaduras, desde hace décadas sus icónicas fotografías son mundialmente comercializadas no solo en camisetas sino en todo tipo de productos.

El Che terminó siendo un producto de los servicios de manipulación castrista. Una espantosa mercancía que no pocos desastres y dolores sigue causándole al mundo. Un mundo que, en vez de describir y condenar sus crímenes de lesa humanidad, se resiste a develar el narcótico que la izquierda pone en cada uno de sus homenajes, sus desvíos, sus reservas, sus crueles indiferencias. Un mundo que tristemente aún le desconoce. Y hace tiempo es hora del recuento, del ajuste de cuentas a los disfraces y silencios de la historia.

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