Los antiguos griegos tenían el don de transformar hasta las cosas más crueles en un acto de belleza infinita. Es el caso de Némesis. Velada, misteriosa y de intimidantes alas, siempre al acecho y dispuesta a castigar. Ramnusia fue el nombre que los primeros áticos del Ramnonte le atribuyeron a la antigua diosa de la venganza, la igualdad rasante y la ciega fortuna. Siempre, entre sus manos, mantiene firmes una rueda y una espada, instrumentos con los cuales suele poner en práctica sus temerarios y horrendos castigos. Invidia la llamaron los romanos, mucho antes de los tiempos de la república, desde la formación del Lacio, bajo el reino de Evandro. Es una de las Furias, y forma parte de la primera generación de los dioses, temida incluso por ellos y, paradójicamente, ubicada muy por encima de ellos: la temible celadora del igualitarismo por debajo se erige a sí misma por encima de todos.
De hecho, Némesis es la potencia de la denigración de lo encumbrado, el castigo que precipita de su altura a todo lo que alguna vez fue dichoso, para preservar la neutra y sosa igualdad. El castigo contra lo que rebasa la medida. El derecho a ser iguales es, en ella, derecho abstracto y externo, que no llega a hacer del contenido ético el real contenido de la justicia. Perteneciente al círculo de los antiguos dioses, privilegia su relación con las necesidades subordinadas de los hombres, por lo que frisa sobre la negación de las capacidades individuales, sobre lo distinto y lo mejor de los individuos. Y si bien es cierto que ya en ella se avizora la preocupación por el derecho y la justicia bajo la forma del odio, la venganza, la violencia y la represión, no menos cierto es que, a pesar de presentarse ante quien considera un impío como el brazo ejecutor del castigo, todavía no logra elevarse a la superior condición del derecho y la civilidad. Las Furias no son las Horas. Némesis no es Diké ni, mucho menos, Iustitia.
Ha salido de la selva nemea para morir y resucitar muchas veces. Se le ha visto por Andorra, Davos y el Vaticano, aunque predique en contra de la riqueza. Vive entre las cajas de alimentos subsidiados, entre los controles de precios, entre los negocios de las concesiones, entre las ayudas y las dádivas. O en las universidades en las que su personal académico pretende ser igualado con el resto, bajo el genérico rubro de “trabajadoras y trabajadores universitarias”. Vico da cuenta de ella transmutada en león, en su obra mayor: “Esta ciencia, en sus principios, contempla primeramente a Hércules (puesto que toda nación antigua habla de uno que la fundó); y lo contempla en el mayor de sus trabajos, que fue con el que mató al león, el cual, vomitando llamas, incendió la selva nemea, desde donde Hércules, adornado con su piel, fue elevado a las estrellas (el león resulta ser aquí la gran selva antigua de la Tierra, a la que Hércules, que debió ser del carácter de los héroes políticos, prendió fuego para hacerla cultivable). Y así, los tiempos de los griegos comenzaron cuando comenzó entre ellos el cultivo de los campos”. El león es un numen, es Caco, el ladrón, quien despedía fuego por la boca por ser hijo de Vulcano. Caco hospeda a Hércules en su cueva, donde podían verse los restos descompuestos de sus víctimas como si fuesen trofeos. El terror, la desesperación y la impotencia rondaban en Lacio. Hércules toma la decisión de enfrentarlo y, antes de acabar definitivamente con su usurpación, usa su fuego para quemar la selva, dando con ello inicio a la cultura. Y es de aquel humando que proviene, asegura Vico, la humanidad.
Terminar con las miserias de la usurpación, con su mediocre y patético pregón de justicia e igualdad administrada, entendidas como venganza y resentimiento, una y otra vez, sigue siendo la principal tarea del presente. Como afirma Platón, lo bueno no puede encerrar nunca envidia alguna, porque lo divino es contrario a la envidia. En la mezquindad de su inmediatez populista, Némesis procura rebajar y empequeñecer lo grande y lo bueno, pues no soporta lo digno y lo sublime. Su cháchara pretende que se abandone lo mejor del espíritu para entregarse a las pasiones tristes, a los ruines intereses y, por supuesto, a la ignorancia, la vulgaridad y la miseria. Su aparente humildad, su exaltación de la pobreza, es un crimen contra el poder de creación y perseverancia del ser y de la conciencia social.
Es verdad –observa Aristóteles en Metafísica– que solo Dios posee el privilegio de lo ilimitado, pero es indigno de los hombres no buscar la ciencia. Y “si la envidia fuese la naturaleza propia de lo divino, resultaría que todos los que aspirasen a algo más alto serían unos desgraciados”. Némesis, según relatan los poetas, castiga a todo aquel que trata de descollar por encima de lo corriente. Su función consiste en igualarlo y nivelarlo todo. Pero solo puede ser un auténtico Dios aquel que honra lo excelente, el esfuerzo, la dedicación, en fin, la voluntad de quienes trabajan pacientemente para ser cada día mejores. No es lo mismo un médico cirujano, que ha dedicado su vida entera a investigar y especializarse para beneficio de sus pacientes, que un médico comunitario, al que se le ha engañado, haciéndole creer que posee las mismas capacidades y destrezas del más experimentado de los doctores. O lo que es todavía peor: conspirando irresponsablemente contra los estudios académicos de medicina, con la intención de llevarlos al mismo nivel de los cursos de medicina comunitaria.
Los pueblos no se desarrollan premiando la mediocridad. Se desarrollan como resultado del trabajo de su espíritu, lo que requiere de mucha constancia, disciplina y sacrificios. El mediocre es ignorante e irresponsable. Su única salida es la venganza a la que llama “justicia”, esa que encuentra en la envidia su móvil para actuar en contra de quienes no han tenido que hacer el menor esfuerzo para poder superarlos con creces. Tienen que igualar por debajo. No soportan ser lo que son, pero nada hacen para vencer sus propias limitaciones. Solo quedan la trampa, la zancadilla, el fraude o la expropiación para poder contrarrestar el indetenible ímpetu del conocimiento. Su desprecio por la aspiración hacia lo más alto es impotencia devenida rabia. El saqueo y la destrucción sistemática de todo un país que, hasta el presente, resiste, no se deja y no está dispuesto a perderse en el abismo de la cruel barbarie. El delincuente, tarde o temprano, queda al desnudo, es sorprendido en el estiércol de la selva nemea, que amerita ser humada a fin de reiniciar, una vez más, el cultivo. Es tiempo de siembra. Tiempo de griegos.
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