Con la creación de la asamblea nacional constituyente, órgano que, en su forma actual, no está previsto en la Constitución, todo indica que, en Venezuela, se ha instalado una nueva especie de gobierno. Es este un gobierno colectivo, que viene a imponer su odio y su terror. Estamos bajo el poder de facto de un ente colectivo, dirigido por tres (a lo sumo cuatro) miembros de esa asamblea, la cual se ha impuesto a todos los poderes del Estado. Es un prodigio que un órgano que no tiene existencia constitucional, que no ha sido reconocido por ningún Estado y por ninguna organización internacional, tenga la suma del poder político en Venezuela, designe a quienes ocuparán altos cargos públicos, destituya a otros y, sobre todo, se encargue de dictar leyes, como esa supuesta ley contra el odio, por la convivencia pacífica y la tolerancia.
Lo cierto es que, si se hubieran respetado los procedimientos previstos en la Constitución en vigor, una asamblea constituyente solo podría haberse convocado para reformar la actual o elaborar un nuevo texto constitucional que, en todo caso, debería ser propuesto a los ciudadanos para que, en un referéndum, sean estos quienes decidan si lo aprueban o lo rechazan. Lo contrario es asumir los poderes propios de una junta militar de gobierno, con capacidad para decidir sobre los bienes y las vidas de los ciudadanos.
Curiosamente, lo que hoy tenemos en Venezuela es, precisamente, eso: una junta de gobierno, con la plena tolerancia y el apoyo del estamento militar. Pero, suponiendo que tuviera un origen legítimo, este directorio o junta de gobierno ha olvidado que su objetivo era hacer una nueva constitución, mejor que la mejor Constitución del mundo, y no sustituir los poderes ya constituidos. Podremos discutir si la ANC fue o no elegida de acuerdo con las normas constitucionales; pero lo que no tiene discusión es que ella carece de legitimidad para dictar leyes o para hacer cualquier otra cosa que no sea redactar un proyecto de constitución (o de reforma constitucional) que, para que tenga validez, tendrá que ser aprobado por el cuerpo electoral. Lo contrario es, pura y simplemente, una usurpación de poder.
Que se sepa, no hay una agenda para abordar una eventual reforma de la Constitución. No hay ninguna indicación de qué es lo que se desea reformar, por qué texto diferente se piensa sustituir, y con qué propósitos. No hay un cronograma ni, mucho menos, plazos dentro de los cuales esa tarea debería estar concluida. Todo esto no pasa de ser un mero pretexto para anular a la Asamblea Nacional y para eludir toda forma de control político. La ANC es el nuevo nombre de la dictadura o, tal vez, el nuevo rostro de “la banda de los cuatro”, que se enseñoreó de China en los años finales de la Revolución Cultural.
Con toda su ambición de poder, ni siquiera Chávez o Maduro habían concentrado tantas competencias y atribuciones como las que hoy, supuestamente, tiene la ANC. Como en cualquier tiranía o monarquía absoluta, aquí no hay separación de poderes. No tenemos un rey; pero tenemos una inmensa familia real, con muchos clanes, y cada uno de ellos con su príncipe respectivo. Aquí no hay un Estado regido por el derecho, sino por el capricho y la arbitrariedad.
No es primera vez que, sin respetar la Constitución, el poder es ejercido por una instancia plural. Pero ¿cómo se terminarán resolviendo las disputas en el interior de ese órgano colectivo y todopoderoso? ¿Puede la Sala Constitucional declarar la inconstitucionalidad de la ley contra el odio? ¿A quién debe obediencia el ministro Padrino López? Si, formalmente, Maduro es el jefe del Estado, pero su permanencia en el cargo (al igual que sus competencias), depende de lo que decida la ANC o, quizás, Delcy Rodríguez, ¿quién es el que manda?
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