Rufino Blanco Fombona dedicaba sus Tragedias grotescas a la memoria de los estudiantes universitarios ametrallados en las calles de Caracas, por protestar, pacíficos e inermes, contra las acciones del régimen gomecista en 1928. También lo hace en recuerdo de ciudadanos encerrados sin fórmula de juicio en las prisiones de Caracas, Maracaibo y Puerto Cabello, donde muchos encontraron la muerte o cuando menos horrendas torturas, por el solo delito de ser dignos y haberse solidarizado con los mozos protestantes. Y finalmente dejaba una palabra para las madres, novias y hermanas de los jóvenes mártires, heroicas mujeres que desafiaron la barbarie y manifestaron sin miedo contra los asesinos de aquellos niños, ignaros agentes gubernativos que declinaban los intereses de Venezuela ante autoridades extranjeras.
Tiempos aquellos de anarquismo hispanoamericano, expuesto entre otros acontecimientos en la reelección del Álvaro Obregón –asesinado apenas dos días después de su proclamación como presidente de México–, en el ascenso al poder de Gerardo Machado en Cuba –el gran represor de los opositores a su gobierno, manipulador reformista de la Constitución con el señalado propósito de mantenerse aferrado al cargo–, en la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen en Argentina –el forjador de radicalismos extremos y por lo cual terminará derrocado en septiembre de 1930–. Una historia de tensiones políticas y excesos oficiales, de dispersión, inhabilidad o simple ausencia de liderazgos opositores creíbles, como hemos visto en mayor o menor medida en las naciones de nuestra América.
En Venezuela emerge, como bien indica Ramón J. Velásquez, otra generación –la de los estudiantes del 28–, un nuevo estilo que marca un destino alternativo para la política y su dirigencia, aunque solo alcanzará su cauce definitivo a la muerte del dictador, siete años después. Una generación que no había conocido la guerra civil ni la división del país en liberales amarillos y godos nacionalistas, la era de los partidos armados y los caudillos rurales. Irrumpen, pues, los jóvenes del 28 –los sobrevivientes de aquellas Tragedias grotescas–, los nombres de quienes dominarán la vida política venezolana por espacio de varias décadas. Algunos por impacientes, jóvenes al fin, debutantes en funciones de gobierno a mediados de los cuarenta del pasado siglo, igualmente inexpertos y por añadidura innecesariamente sectarios, se embarcarán en aquellos tres años de llamada revolución democrática que culminarán no solo en el drama del 24 de noviembre de 1948 –la caída del presidente Gallegos–, sino en la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez.
Aquellos años de juicios, elecciones, conspiraciones, golpes de Estado, persecuciones, cárcel e incluso crímenes y atrocidades –Ruiz Pineda, Pinto Salinas, Germán González y muchos más perdieron sus vidas en las calles de nuestras ciudades y cárceles de la dictadura– tuvieron hondo significado para el país en su conjunto, pero sobre todo para la dirigencia política que se decía aferrada a los principios y valores de la democracia. Venezuela transitará los fastos del militarismo, se dejará seducir momentáneamente por los alcances del progreso material y la obra pública orientada a la transformación del medio físico, pero igual retornará a la institucionalidad democrática en enero de 1958. Un nuevo amanecer precedido de duro aprendizaje para los actores políticos.
La clase política había madurado lo suficiente como para darse cuenta de la importancia que tenía ponerse de acuerdo sobre los temas fundamentales de interés nacional. En Nueva York, como nos dice el citado Ramón J. Velásquez, durante las conversaciones celebradas en enero de 1958, Betancourt, Villalba y Caldera dejaron prueba histórica de que los jefes de los partidos políticos no solo dirigían con fuerza propia sus respectivas organizaciones, sino, además y a diferencia de los Borbones, sí olvidan y aprenden cuando las circunstancias los obligan. No solo abordaron con suficiente objetividad los errores y aciertos del pasado, sino que de una vez por todas comprendieron que el poder político es el producto de alianzas y acuerdos entre los diversos sectores que constituyen el país.
Todo había comenzado en aquella fatídica Semana del Estudiante de 1928. Con el correr de los años, sucedieron muchas cosas buenas y malas, antes de celebrarse aquel histórico Pacto de Puntofijo, tan cuestionado por quienes no terminan de comprender su significación e importancia histórica. Esos mismos que hoy se debaten por unos puestos salidores en elecciones bastardas, entre ellos los que complacen al adversario para ganarle un favor temporal, efímero, ficticio. Aquellos que, por lo visto, quieren seguir discutiendo indefinidamente si les conviene armonizar con sus pares o más bien seguir caminos distintos, a veces en necesaria connivencia con quienes ejercen abusivamente el poder público. Venezuela se hunde en la miseria y desesperanza de sus habitantes, mientras los artífices del mal de nuestro tiempo –y sus cómplices en la oposición política– siguen su marcha victoriosa a costa de la democracia y sus instituciones fundamentales.
Reconocer el esfuerzo, el sacrificio y la entrega de numerosos exponentes de las nuevas generaciones de venezolanos abocados a la política, no es suficiente para superar los males que nos envuelven. Se necesita cultura política, talante democrático, sentido del deber y de la oportunidad, lucidez, virtud, sabiduría, responsabilidad y decoro, si es que se quiere trascender afirmativamente en esta hora crucial y por demás exigente. La alternativa al único comportamiento apropiado la estamos viendo en tiempos recientes: los pactos inconfesables de quienes se venden por poca cosa.
Un acuerdo verdaderamente incluyente es imprescindible para avanzar por los caminos de la democracia. Negarse a ello, tomar atajos, pactar con la autoridad en funciones, dejarse ofuscar por un mero afán de poder, es dar la espalda al país que todos queremos.
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