Puede que sea cuestión de superstición, pero hay quienes creen, y así se colige de cuentos y leyendas, en el influjo de las maldiciones, sin importar que se requiera la mediación de fuerzas sobrenaturales para garantizar su efectividad. El creyente descarta el azar cuando arguye sobre su fatalidad y la necesidad de invocar espíritus protectores o recurrir a ensalmos y talismanes para exorcizarlos.
El Dr. Google y otras autoridades en cultura inútil y saber misceláneo suministran exhaustivas listas de famosas maldiciones, siempre encabezadas por la que cayó sobre quienes profanaron la tumba del faraón Tut-anj-Amón (Tutankamón) y la que lanzara, con profética precisión de sus decesos, el Gran Maestre de la Orden del Temple, Jacques Bernard de Molay, contra el papa Clemente V, el rey Felipe el Hermoso y su áulico, Guillaume de Nogaret, que ofició de advocatus diaboli durante el juicio que culminó con la quema del templario.
De menor alcurnia que esos maleficios, pero de mayor dominio público, al menos del público beisbolero, fue la mala racha, bautizada “maldición del Bambino”, que durante 80 años afectó a los Medias Rojas de Boston por, se dijo y hubo quien lo creyó, haber prescindido de los servicios de Babe Ruth.
Consecuencia mayor a la de este empavamiento deseaba concitar Liborio Guarulla cuando, meses atrás y cumpliendo con los rituales y ceremonias indígenas de rigor, imprecó al gobierno de Maduro y su legión de enchufados con el chamánico conjuro del Dabucurí, a fin de que pagasen con tormentos y sufrimientos, el daño ocasionado por “su maldad”; conjuro, por lo visto, y para frustración generalizada, de efectos anodinos o acción retardada.
¿Por qué me refiero a estos hechizos y sortilegios? Porque, más de una vez, he pensado, y hasta compartido con ocasionales contertulios de taberna, que somos objetos de una ordalía dispuesta por alguna deidad a la que hicimos enojar con quién sabe cuál imperdonable pecado. No soy el único en sospechar tal cosa. Con frecuencia he escuchado en las habituales colas voces que se preguntan: ¿qué he hemos hecho para merecer esta maldición? Porque de eso, ni más ni menos, pareciera tratarse: de una maldición que nos condenó a soportar carencias, penurias y represión por creer en pajaritos preñados y en el paraíso terrenal del socialismo castrochavista y su mar rojo de felicidad. También me ha tocado oír que esta nación fue bendecida por Dios con una portentosa naturaleza e inagotables (¿?) riquezas y, por eso, fue motejada Tierra de Gracia; sin embargo, en nuestro caso, la oleaginosa fortuna del subsuelo –satánico excremento para el fundador de la OPEP, Juan Pablo Pérez Alfonzo– ha sido más bien una desgracia. Y es que Venezuela es víctima de la “maldición de los recursos” (concepto elaborado en 1993 por el británico Richard Auty) o “paradoja de la abundancia” –nunca aprendimos a administrar esta con criterios de escasez–, fenómeno analizado, entre otros, por Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía y columnista de este diario, y que se refleja en el bajo crecimiento de las economías en países dependientes de la exportación de minerales. Pareciera que lo hados nos obligan a transitar el sendero de las vicisitudes. Y no solo económicas. Guzmán se nos colgó el sambenito bolivariano y, desde que somos República, cargamos a cuesta la cruz del militarismo, al punto de que hoy día hasta los comisarios políticos son uniformados. Por allí anda Padrino oliscando con su insensible nariz en los comités productivos de trabajadores, última coca-cola del desierto de ideas maduristas que no logrará frenar la escalada de precios, impúdicamente altos en una moneda que envilece el nombre del Libertador y ridículamente bajos en dólares que no cesan de revalorizarse respecto a nuestros billetes de monopolio.
Ahasverus fue un zapatero de Jerusalén que, por negar a Jesús un vaso de agua camino al Calvario, fue sentenciado a deambular sin rumbo hasta el fin de los tiempos. Se le conoce como el judío errante, mítica figura del antisemitismo profusamente fabulada por la literatura y representada por las artes plásticas y escénicas. Borges lo hace anticuario turco y lo nomina Joseph Cartaphilus en El inmortal; García Márquez, en Cien años de soledad, le imputa calamidades que aquejaron a Macondo; y el novelista y académico francés Jean d’Ormesson (Jean d’O) le dedicó una novela, Historia del judío errante, que duerme en el anaquel del olvido de mi exigua biblioteca, pero que vino a cuento en estas líneas porque su autor, considerado imprescindible (confieso haber leído pocas páginas), es asimismo quien, avant la lettre, describió con el apelativo de ineptocracia el modelo administrativo nicochavista: “Un sistema de gobierno en el que los menos aptos para liderar son elegidos por los menos capaces de producir, y en el que aquellos miembros de la sociedad menos capaces de sustentarse a sí mismos o de triunfar son recompensados con bienes y servicios procedentes de la riqueza que le ha sido confiscada a un número cada vez menor de productores”.
Es difícil salir de un modelo que convirtió el voto en unidad monetaria para “comprar” su continuidad, y ha conseguido que una parte de la oposición sostenga que, tal ironiza el Roto: “¡Hay que movilizar al electorado! ¡Pero sin que se despierte!”, a fin de garantizarle un contrapeso para “vender” una imagen democrática en el exterior. Es la parte que “ha renunciado a sus sueños para masturbarse con la realidad” y, sin rubor, compartirá con los hermanitos Rodríguez, el 2 de diciembre, día del nuevo ideal nacional perezjimenista, una mesa servida con trampas retóricas. Lo afirma el secretario general de la OEA y así se lo hizo saber a Antonio Ledezma, el hombre que se perfila como referente obligatorio en una redefinición estratégica de la unidad. La confianza de Almagro en el rol que está llamado a desempeñar en lo adelante el alcalde metropolitano de Caracas avala nuestro supuesto, sobre todo porque la comunidad internacional lo ve con buenos ojos y aplaude que, en nombre de los presos políticos –rehenes de una organización criminal, diría Héctor Schamis– reciba el Premio Sájarov. Su fuga ha insuflado un muy necesario segundo aliento a la resistencia. Especialmente cuando, como para probar que a la Rusia putinesca nos une algo más que un vello púbico de Catalina, el gobierno alardea de un acuerdo para refinanciar parte de la deuda externa que, en términos globales, no significa un carajo. Ojalá brujos radicales no claven alfileres en un muñeco del burgomaestre mayor.
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