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40 velas en el cake del exilio (cumpleaños de El Super)

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Si fuéramos a dramatizar esta escena me gustaría comenzarla así: el autor sujeta entre sus manos un gran pastel de cumpleaños con forma de máquina de escribir (una dulce copia de la que guarda en su librero, la primera que le compró su padre). Ha pasado el tiempo, pero a no ser por estas inusuales y merecidas celebraciones, ni él ni sus personajes se percatan de las 40 velas encendidas sobre un hermoso cake hecho en casa, en un hogar de exiliados cubanos, en un piso 42, en la Gran Manzana, donde Iván Acosta vive desde hace más de medio siglo. Casi toda su vida.

Allí, en Manhattan, escribió y estrenó en 1977 El Super, un clásico de la creación cubana. No solo de su larga e incomprendida diáspora: seres con el alma partida en dos, cuyas memoria e ilusiones retratan esta encantadora obra. Un destino del que no ha podido huir Acosta. Al contrario, ha sido el centro de sus invenciones, de su cotidianidad, aun después de tanto tiempo.

Durante cuatro décadas El Super ha demostrado poseer el raro don de escapar de sus páginas, del escenario o la pantalla, para instalarse en la –no menos teatral– realidad, desde donde una vez saltara a cautivar y sacudir la imaginación de su autor, testigo y protagonista de estas vivas escenas, esta cadena de sentimientos que parecieran condenados al eterno retorno. Muchos de los sueños y vivencias del artista multifacético que es Acosta, auténtico cubano de Nueva York, habitan el ADN de sus personajes. Antihéroes nostálgicos del desarraigo, que acuden a los dispositivos del humor como salvación ante los sueños imposibles, lo aterrador de cargar con el absurdo real, diario, violento, casi poético, de esa maleta vacía que siempre es el exilio.

El éxito de El Super se deberá siempre a la sencillez del texto, construido con situaciones y diálogos que nacen de la verdad, que no busca llamar la atención con hojarascas sino contar una historia real a través de personajes auténticos. De ahí que su estreno, dirigido por Acosta, conquistara en 1978 los más importantes premios ACE (Asociación de Cronistas del Espectáculo) de Nueva York en el apartado de teatro: mejor obra y mejor dirección, y colocara a su joven escritor-director entre los más interesantes dramaturgos cubanos e hispanos en Estados Unidos.

La película El Super (1979), primer largometraje de ficción de León Ichaso y Orlando Jiménez Leal, rodada en un sótano neoyorquino con casi el mismo elenco del montaje teatral de Acosta, es una perfecta traducción de la obra, desde el abordaje de las situaciones y los diálogos hasta el desempeño de los personajes. Sin duda es una de las mejores adaptaciones cinematográficas del teatro cubano. No en balde acaparó una veintena de premios internacionales, entre ellos el Gran Premio del Festival de Manheim, el Premio de la Association des Cinémas d’Art et d’Essai en el Festival de Biarritz, fue seleccionada como la Mejor Película del Año por la ACE de Nueva York, se exhibió en el prestigioso ciclo New Directors/New Films del Museo de Arte Moderno (MOMA) de Nueva York, y fue acogida en célebres festivales como los de Venecia, Montreal y Los Ángeles.

Esta tragicomedia (estatus del alma tan isleño, tan cubano) refleja cabalmente, entre risas, penas y anhelos, la experiencia de los desterrados de la mayor de las Antillas Mayores, luego de que en 1959 la llamada “revolución cubana”, que no es más que el castrismo, se sembrara en el poder y en el subconsciente colectivo de una nación herida, fragmentada, vilipendiada, incomprendida, incontada, en larguísima fuga. Tanto el texto como la película y los montajes teatrales que se han realizado de El Super amparan esa lectura, esa arcana emoción de saberse un antihéroe, casi feliz, casi héroe.

Acosta, desde la difícil grandeza de las simples cosas, sin la pretensión de apelar a efectismos ni parábolas, ha terminado construyendo una de las más iluminadas metáforas del éxodo perpetuo que define a la nación cubana desde hace seis décadas. Obra realista, a veces hiperrealista, echa mano al “choteo cubano” que tanto seduce a su autor, así como al sarcasmo y la añoranza, a lo irracional como clave de la realidad, de la hiperrealidad del exilio, que siempre es tan real como tan absurdo, tan hiriente, indescriptible, y que (esto es lo más terrible) muchas veces pareciera inevitable.

Sus protagonistas son supervivientes de esa isla, física y mental, a la que se aferran en la distancia, la memoria, la invención y el olvido. Una historia que los abraza y al mismo tiempo los transciende. No solo en su relato se reflejan los cubanos, esos sobrevivientes del desarraigo, de quienes pocos entienden la triste realidad de su cumbancha. El Super forma parte del espejo cotidiano y creativo de muchos emigrantes en Estados Unidos. A ello también le debe su éxito, sus muchos premios y, sobre todo, el deseo de volverla a ver.

Algo que sucede con muchas de las creaciones de Acosta, que como él, viven entre dos islas: Manhattan y, por supuesto, Cuba: esa cuna perdida, esa patria flotante, real e incorpórea, de donde escapó en una embarcación en 1961 junto a su padre, su hermana y otros 21 cubanos que se negaron a vivir en dictadura. Pero Cuba jamás se ha escapado de él. Ha sido imposible.

Ha dirigido los largometrajes de ficción Amigos y Rosa y el ajusticiador del canalla, inspirados en vivencias del exilio. Varios de sus documentales se ocupan de los ritmos musicales de su país: Cómo se forma una rumba y Cándido manos de fuego. Todos con un extraordinario trabajo investigativo y un desbordado amor por su primera isla. Sus más de 15 piezas teatrales, 9 de ellas publicadas, hablan de Cuba. Y del exilio. Una y otra vez.

Compositor de cientos de canciones y productor de conciertos de jazz, la música siempre le acompaña, sobre todo la cubana. Este año publicó Con una canción cubana en el corazón, hermoso coffee table book que contiene 80 relatos breves y 280 portadas de discos cubanos de acetato, provenientes de su colección de más 6.000 LP. Uno de sus placeres es contemplar desde su balcón, en el barrio de Hell’s Kitchen, muy cerca de los teatros de Broadway, el golden hour, que asegura le ha ayudado a fantasear y a vivir.

En 1972, junto con otros artistas e intelectuales, Acosta fundó y dirigió el Centro Cultural Cubano de Nueva York, donde estrenó El Super en noviembre de 1977. El Museo Americano de la Diáspora Cubana, fundado y dirigido por la ensayista Ileana Fuentes (quien fuera subdirectora del Centro Cultural Cubano de Nueva York), prepara un homenaje por los 40 años de El Super. Una nueva edición de esta obra, con una compilación de notas y reseñas escritas en estas cuatro décadas y una entrevista (40 preguntas 40 años después) a su autor, acaba de ser publicada en la Colección Fugas (Ediciones La Palma-Forging Dreams). Una deuda que hoy es un deleite.

Regresemos entonces a esa primera escena y soplemos, junto a Iván Acosta, las 40 velas de este agridulce e inevitable cake del exilio. Feliz cumpleaños, mi querido Super.

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