Llegué temprano a la sala. Me interesa palpar las reacciones honestas del público al ver la nueva de Star Wars. Soy fan de la serie desde la infancia. El ritual de ir cada cierto tiempo a descubrir los capítulos de la saga galáctica, nos une a pesar de las diferencias. Sigue vigente el espíritu de comunión del invento de los hermanos Lumiere.
Llevo una franela de El imperio contraataca. La compré a precio viejo y la guardé para estrenarla en la función de The Last Jedi.
Los demás espectadores asisten por igual con alguna pieza de vestir alusiva a la franquicia. Nadie los va a juzgar o a condenar por ello. Por el contrario, despertarán una empatía automática, favoreciendo la posibilidad de establecer conexiones y afinidades electivas.
Vemos llegar a un abnegado padre con su hijo especial, claramente enfermo. Las personas abren espacio y les permiten comprar sus cotufas, sin necesidad de hacer la cola. Los dependientes los ayudan a ingresar en el recinto. La civilidad restituye el tejido social. En muchas partes, la gente se toma en serio, como corresponde, la lección de filmes como Extraordinario y Una razón para vivir. La responsabilidad social debe ser una consigna para predicar a diario, no solo en galas benéficas.
Ya estamos sentados en la butaca con el combo en la mano. La pantalla proyecta trailers de futuros lanzamientos de la Disney.
El avance de Black Panther confirma el momento estelar de la Marvel. Mickey absorbe a Fox porque logró descubrir una singular fórmula de éxito. La empresa conquistó nuestras mentes y corazones, a base de una acertada estrategia de mercadeo, apostando a la creatividad de jóvenes autores en la reproducción de sus juguetes utópicos. La fidelidad es clave en la elaboración de las fantasías audiovisuales de la compañía.
El emporio canaliza las expectativas del mainstream ante el deslave de las ideologías tradicionales, reforzando un proyecto de comunión de las alteridades globales, sobre la plataforma de los gustos ecuménicos.
George Lucas fue artífice de una mitología laica devenida en el manto sagrado de la sensibilidad pop. Hollywood perfeccionaría su hallazgo y lo explotaría hasta imponerlo como regla del sistema de estrellas.
Por tanto, Disney infunde respeto, con su poder omnímodo y sin límites, al consolidar una fase de bonanza y generar suspicacias entre los entendidos del medio, quienes identifican el crecimiento de la fábrica de sueños con la era de desregulación de Trump.
Si antes la meca sufrió restricciones a su desarrollo monopólico, hoy goza de un ambiente favorable para su infinita expansión. La historia se encargará de medir el impacto del fenómeno comunicacional del fin de año.
Por lo pronto, en nuestra humilde galaxia, testeamos la calidad de The Last Jedi, acusada por la crítica de dulcificar contenidos en aras de adaptarse al canon de Stan Lee y los pícaros Avengers.
La película ofrece humor, el de costumbre, pero evita cargar las tintas con la saturación de chistes blancos e ingenuos. La comedia con los secundarios, a lo Chewbacca, siempre atemperó el rollo melodramático y edípico del guion.
El compromiso publicitario solo agrega una nueva galería de objetos deseables por la muchachada, como unos simpáticos y adorables pokemones chillones.
La octava entrega corrige el abuso del CGI en episodios anteriores, utilizando los efectos para las batallas principales.
La duración épica del metraje diseña una estructura de capas envolventes.
Las tramas corales del libreto profundizan en los complejos de los protagonistas y redundan en sus conflictos filiales.
La pluma de Ryan Johnson se materializa en el complejo montaje onírico de la obra.
El también director de Looper justifica su presencia detrás de cámaras, al dotar a la cinta de una poderosa atmósfera de misterio y ambigüedad, capaz de confundir a propios y extraños.
La abstracción del filme rompe la literalidad del plano, imbricando las subjetividades de Kylo y Rey, hermanados en pensamiento y acción; apenas separados por cuestiones personales en un tono emparentado con el mensaje de The Dark Knight y Face Off. Ella se mira en el reflejo de él y viceversa. Los ángeles se corrompen por la soberbia narcisista. Los acecha la sombra de los demonios plásticos.
The Last Jedi explora el claroscuro del orden despótico y de la resistencia, mostrando sus problemas en común.
La película exige un análisis semiótico aparte, para valorar sus notables aciertos estéticos.
En cuanto a los puntos grises, señalar el discutido encuentro del afromericano con la asiática y algunos giros de similar tenor, aupando la condescendencia de la corrección política.
La conclusión despliega un cuadro de puro expresionismo digital, pintando un paisaje invernal con brochazos de combustible de color sangre. Parece un lienzo de Jackson Pollock.
La interpretación de la imagen corporiza la metáfora del esmerado trabajo de producción: la arrogancia del villano inmediatista fracasa cuando enfrenta al heroísmo crepuscular de un Luke Skywalker en trance de diluirse en una idea, en un símbolo de la revuelta. Otra vez Freud y Nietzche.
Debemos dejar de creer en espejismos y confiar en el verdadero espíritu de la fuerza, agazapado en los lugares menos predecibles. Por ejemplo, en el padre abnegado llevando al niño especial a disfrutar de su regalo anticipado de Navidad. Apreciemos a nuestros Jedis de carne y hueso.
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