Para el bien de Venezuela, 2018 debe ser el año del cambio pacífico del sistema económico y político vigente, que ha fracasado completamente, arruinado el país y demostrado claramente su incompatibilidad con el momento histórico que vivimos. En sustitución de ese modelo, Venezuela requiere un gobierno democrático y plural, de derecho y de justicia, divorciado del populismo, basado en la meritocracia, la productividad y la libre empresa, respetuoso de la propiedad privada, que acate la Constitución y las leyes, que reconcilie a los venezolanos, que rompa la dependencia con Cuba, que acoja la división de los poderes públicos, que restablezca los derechos humanos y que permita la libertad de información, tanto pública como privada.
Ello es posible si el gobierno accede, por presión de la comunidad internacional, a realizar unas elecciones presidenciales limpias, con un Consejo Nacional Electoral reestructurado que garantice su imparcialidad. Requiere igualmente la existencia de una oposición nacional unida, con un candidato presidencial único que esté a la altura de las circunstancias. Por último, pero no por ello menos importante, requiere que la Fuerza Armada Nacional respalde los resultados electorales, aun si son adversos al gobierno, y se despoje de la ideología castro-comunista que en mala hora sembró en su seno el presidente Chávez.
Si estas condiciones no se dan y el régimen persiste en su loco afán de mantenerse en el poder a toda costa, el porvenir inmediato de Venezuela será muy oscuro. Es evidente para todo el mundo, y debería serlo también para los chavistas más cuerdos, que la situación del país, saturada de males que la hacen insufrible para la inmensa mayoría de los venezolanos, no puede continuar. Este punto, creo yo, está fuera de toda discusión. O se logra un cambio del modelo político, económico y social del chavismo por las buenas este año, o el país se hunde en una espiral de violencia que el régimen no podrá controlar, ni siquiera utilizando a fondo el enorme aparato represivo de que dispone.
El tiempo del cambio político ya está retrasado. Son 19 años (17 de este siglo y los 2 últimos del siglo pasado) de un mismo gobierno, equivalente a 4 períodos presidenciales anteriores. Es como si, por ejemplo, hubiéramos tenido en el pasado 4 gobiernos sucesivos de Caldera, Lusinchi o Luis Herrera. ¿Se imaginan?
Son 228 meses de discurso monocorde y falaz sobre el pueblo soberano y protagónico (que hoy pasa hambre y no tiene representación), el capitalismo inhumano y explotador, el acecho del imperio norteamericano, la guerra económica, la inmortalidad del comandante Chávez y las supuestas bondades del socialismo que por ninguna parte se ven y que, por el contrario, ha sembrado el odio, la miseria y la destrucción en Venezuela, justo en momentos de bonanza petrolera que pudo haberla proyectado, con un buen gobierno, a niveles de desarrollo envidiables.
Son 6.935 días de protagonismo narcisista de los militares que intentaron apoderarse del poder por la fuerza en 1992 y de los “revolucionarios” procastristas derrotados por la democracia a mediados de los años sesenta, asociados hoy para acaparar el poder en su propio beneficio. Cómplices en toda clase de abusos y corrupciones, han conculcado las libertades públicas, desmantelado la industria petrolera, vulnerado la Constitución, desconocido la Asamblea Nacional, usurpado la soberanía popular mediante una asamblea constituyente convocada al margen de la ley, que ejerce poderes soberanos con la anuencia de un dictador que manipula miserablemente el hambre del pueblo repartiendo bonos y bolsas de comida para ganar elecciones amañadas y mantenerse en el poder, tratando de imponer a la nación una ideología política extraña a su naturaleza y un culto a la personalidad del comandante fallecido que puso en marcha, desde los cuarteles, el desafortunado proceso que nos ha conducido al desastre.
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