El río, además de ser símbolo de la fuerza de la propia naturaleza, lo es del tiempo, y también de lo que transcurre sin posibilidad de retorno; conlleva algo de abandono y hasta de olvido. Sus aguas, al discurrir, adoptan las formas de todo lo que encuentran a su paso, cubren, moldean y nada obstaculiza su avance, al punto de que se habla de la universalidad de su poder y de la fluidez de sus formas. Arrastra consigo una cruel ambivalencia, porque al mismo tiempo que es fertilidad y renovación, tiempo y vida, también es muerte y destrucción.
Las espumas que producen su impetuosa corriente y el choque de sus aguas contra las piedras; la blancura que brota y se desvanece para reaparecer de inmediato en otro embate o remolino son como las ilusiones perdidas, los anhelos nunca satisfechos que rondan incesantes los corazones afligidos. No son los ríos subterráneos que anegaban el averno con sus aguas de fuego considerados en la Antigüedad como castigo para quienes ofendían a los dioses, sino los que surcan y serpentean por nuestra sangre empeñados en que no perdamos la memoria de lo que somos. También se dice que nadar contra la corriente es devolverse uno al origen; de la misma manera que cruzar el río a nado significaría dejar atrás el mundo conocido, el mundo de los sentidos, para aventurarse en una geografía desconocida. De igual manera, se afirma que la verdad navega por ríos peligrosos porque hay en ellos raudales, caídas tumultuosas, remansos y recodos en los que se ocultan las acechanzas y las desilusiones.
Amalivaca, el héroe tutelar de los tamanacos orinoquenses creó el mundo y los seres y emprendió, asegura Horacio Biord Castillo, la difícil tarea de diseñar un río, el Orinoco, de tal manera que para facilitar el trabajo de los remeros fuese un río que ¡al mismo tiempo que va, viene! Cuando comprendió que resultaba imposible diseñarlo de esa manera, desistió y diseñó el Orinoco tal como sigue siendo hoy: ¡un río que solamente va! Pero su desatino como diseñador me ha hecho comprender que más que hijos del petróleo o de las satrapías lo somos de esta atarantada deidad: ¡venezolanos!, seres disparatados, delirantes y abigarrados; quiero decir, mal diseñados social y políticamente hablando.
Amalivaca es la fístula que aquejaba a Cipriano Castro y le hacía decir: “¡Medo por donde pedo!”; es el taimado “¡ajá!” de Juan Vicente Gómez mientras te podrías en La Rotunda; el “ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario” del presidente Pérez y su autosuicidio. Es la multiplicación de los penes; el “no como quien va sino como quien viene”; el ¡piaste tarde, pajarito!; el esperar que escampe o el ¡Dios proveerá! de Nicolás Maduro.
Thomas Wolfe en Del tiempo y del río, Montesinos Editor, 1983, una leyenda sobre la ansiedad del hombre en su juventud, conmovido por la llegada de octubre, vio el tren retumbando a través de los bosques oscuros de la mente cargada de sueño, hechizada por la luna; escuchó su monotonía de silencio y eternidad y vio el río: “El grandioso y callado río; el río noble, ancho y poderoso, lamiendo eternamente la tierra en la noche, lavando las colinas últimas de la imponente ciudad, fluyendo eternamente alrededor de millones de seres enclaustrados y aprisionados en la noche y en la oscuridad, en el silencio adormecido de nuestras vidas, fluyendo eternamente en dirección al mar”.
En 1476, en las Coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique fue el primero tal vez en expresar que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir. El ser humano vive atormentado por la certeza de que habrá de morir, sin percatarse de que el peor enemigo de la vida no es la muerte, sino ¡la propia vida cuando es asumida como una enfermedad! En cambio, el león que ruge y las demás fieras de la selva ignoran que existe la muerte; no saben que van a morir, y es lo que ocurre con los ríos que corren hacia el mar donde solo encontrarán su propia disolución.
Sin embargo, hay ríos de eternidad, los de la Gracia; el río del Apocalipsis: límpido de agua de vida, resplandeciente como cristal, que sale del trono de Dios y del Cordero, con los árboles de la vida levantados en una y otra ribera, y el Ganges que, a pesar de estar contaminado de muerte, lava y purifica.
¡Todos los sátrapas comunistas, bajo engaño, ponderan los ríos de leche y de miel que esperan a los proletarios del mundo, cuando en verdad lo que estos reciben son los azotes del hambre y las incertidumbres de la diáspora!
Colón, el almirante alucinado, no tenía por qué saber que el prodigioso choque de las aguas dulces con las saladas del mar frente a las bocas del Dragón y de la Serpiente lo causaba el Orinoco al desembocar y encontrar allí su muerte, pero presintió y así lo escribió al rey, que solo en la diversidad de “estas aguas y de estas estrellas”, mucho más adentro de aquel paraje llamado Paria, “en una altura no navegable y en un lugar donde nadie, salvo por voluntad divina, puede llegar se encuentran los Jardines del Cielo”.
Y Luis García Morales, en su libro El río siempre (Galería Durbán, 1983), cantó bellamente al Orinoco como ningún otro poeta lo había hecho antes: “Cae gota a gota en lo profundo del bosque como rocío. Y gota a gota desde lo profundo del bosque llega a mí…”, antes de convertirse en lo que él se convierte a lo largo de los prodigiosos poemas del libro cuando el río llega como un hilo, como una serpiente, como una turbulencia; como caballo, toro, onza; como penumbra, sombra, noche; como tesoro, como magia, como sortilegio, como hombre y como mujer; como cuarzo y como diamante: cuando llega como rumor, como sonido, como gran música.
Y dice García Morales: “Y nos voltea la memoria/ Y oímos el murmullo de la gota al caer/ Cayendo en lo profundo del bosque/ Como respiración del bosque/ Como aliento/ Como rocío/ Como origen”.
Bajo la luna, pasajero voluntario en un incesante ir y venir de la chalana de una ribera a otra, entre Soledad y Ciudad Bolívar, vi al caballo galopando sobre el río y comprendí y agradecí a García Morales por haberme revelado que “el río es el caballo, que el caballo es el viento, que el viento es el tiempo; el tiempo es el río y el río, la oscuridad anegando la lumbre de una página por escribir”.
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