Uno de los periodistas, Alberto Rodríguez, que con más ahínco trabajó el caso del sitio a Oscar Pérez y sus acompañantes en El Junquito finalmente emitió un tuit: “Una bala en la frente evidencia el ajusticiamiento. Nada más que decir ni agregar”. Tremendo poder de síntesis para describir un crimen atroz contra un hombre que transmitió insistentemente en vivo su propia rendición, ya acorralado junto a un pequeño grupo que pedía a gritos a sus atacantes que no les dispararan, que querían entregarse, que estaban acompañados de civiles incluyendo una mujer embarazada, pero todo esto lo acabó una bala en la frente.
Quienes estuvieron en el lugar cuentan que una fuerza militar-policial del régimen compuesta por 600 hombres era la encargada de capturar a los rebeldes que eran aproximadamente unas 7 personas, descomunal desproporción no solo en personal, sino en recursos, en armamentos que incluían tanques de guerra y aeronaves rodeando a los insurrectos guarecidos en una desvencijada casa, un rancho, contra el cual quedó un video registrando el disparo de misiles que lo destruyó dejándolo en escombros en un operativo que se mantuvo durante todo un día y que debería haber concluido con el arresto de Oscar Pérez, quien proclamaba su rendición y terminó con una bala en la frente.
En las leyes civiles se prohíbe matar. Es delito de homicidio quitar la vida a otro ser humano, es uno de los que se castiga con mayor pena, la cual se agrava cuando hay alevosía, que es definida como “cautela para asegurar la comisión de un delito contra las personas, sin riesgo para el delincuente”, como en este caso se hizo a un hombre rendido, gritando que quería entregarse; se le apresó y sin más se le ejecutó con una bala en la frente.
En las leyes de la guerra tampoco se permite, y por el contrario se castiga con dureza, maltratar al rendido, sobre todo a quien se entrega sin condiciones. Es lo que se plasma en el Convenio de La Haya, en las Convenciones de Ginebra, específicamente en la tercera de ellas, en la que se establece que los prisioneros de guerra no deben ser maltratados ni ser objeto de abusos, por lo que si los hechos ocurridos en relación con Oscar Pérez se considerasen inscritos en una guerra, tampoco debió terminar para él, ya rendido, con una bala en la frente.
El grupo que se ha enquistado en el poder en Venezuela sí que ejecutó un acto de guerra contra las instituciones democráticas y las personas que las representaban. Todos conocemos la historia del asalto al Palacio de Miraflores, a la casa donde estaba la familia del presidente y a la televisora oficial VTV, usando fuerzas militares que incluyeron tropas, armas y hasta tanques de guerra, con lo que dejaron un saldo doloroso de sangre y muerte en aquel terrible episodio que terminó con la rendición de los sediciosos, a quienes no solo se les dio trato humano sino que al cabecilla se le permitió hacer una declaración pública ante la prensa televisada explicando sus actos y hasta dejándolos en suspenso por un intervalo, “por ahora”, siendo tratados con respeto a sus derechos, llevados ante tribunales de justicia en un debido proceso que más bien les sirvió de plataforma política estructurada en la prisión que cumplía con todas las condiciones humanitarias y donde constantemente recibían toda clase de visitas, hasta que terminó con un perdón presidencial y no con una bala en la frente.
Oscar Pérez era un funcionario de policía civil, asumió una posición política y se proclamó alzado en armas, que en realidad solo utilizó en términos publicitarios, pues hasta llegó a declarar que en el episodio del helicóptero –con el que hizo saber de su actitud– lo más grave que hizo fue lanzar unas granadas sonoras sobre el edificio del TSJ “porque no querían causar daño a ningún venezolano”. Y en el otro evento que protagonizó, que fue la toma de un cuartel en Los Teques, lo más fuerte que hizo fue darles un discurso a los guardias que allí se le rindieron; no procedió a quitarles la vida con una bala en la frente.
Fue tan leve el accionar de Oscar Pérez y su grupo que nunca llegaron a más que lanzar proclamas, lo cual incluso llegó a generar la idea de que todo era mentira, que era otra de las muchas tretas gubernamentales para distraer y presentar un estado de guerra que justificara sus dictatoriales actos. Incluso al final él solo pedía que no les dipararan, que querían entregarse, que esperaban a la prensa y a los fiscales. Las muy superiores fuerzas enviadas a capturarlo desafiaron las leyes, específicamente el Estatuto de Roma en su definición del artículo 8 sobre Crímenes de Guerra: “Causar la muerte o lesiones a un combatiente que haya depuesto las armas o que, al no tener medios para defenderse, se haya rendido a discreción”, y sin piedad, sin temor ni a esas leyes humanas, ni a las leyes de Dios, a su grito de rendición le respondieron engañándolo, le hicieron creer que aceptaban, lo tomaron prisionero y sin más le dieron una bala en la frente.
¿Por qué generaron incredulidad los actos de Oscar Pérez?
Porque no fue sanguinario. Con el helicóptero que tomó y sobrevoló Caracas se limitó a lanzar dos granadas sonoras sobre el TSJ y enarbolar una pancarta con la inscripción del artículo 350. En vez de eso tuvo la posibilidad de ejecutar un bombardeo mortal, o haber ametrallado la casa de Diosdado Cabello, por ejemplo. O cuando tomó el cuartel, en vez de dar un discurso a los soldados rendidos podría haberlos fusilado. Pero nada de eso hizo, no mató a nadie, no hizo correr sangre a pesar de tener cómo hacerlo y estar dotado de suficiente coraje para tales acciones. Aquello no era usual, parecía ficción. Increíble que un hombre adiestrado para el combate, bien armado y con un comando de guerreros bajo su mando se comportara así, humanamente; ahora sabemos que no era mentira, ni tampoco cobardía, todo lo contrario, era hidalguía, era señorío, era bondad, era ejemplo. Dios guarde tu alma Oscar Pérez.
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